Agradecimientos
Para mi familia por el diverso apoyo incondicional.
Para Deirdre por persuadirme asertivamente a perseguir esta maestría y por ser la primera en estar ahí.
Para Lau, Mel, Antílope, Hacklib, Naya y Enero por la apertura de horizontes a través de sus discursos o acciones.
Para Priani y Gabi por su auxilio académico y extracadémico.
Para Colima Hacklab, el Rancho Electrónico y el grupo Miau por el soporte técnico y la muestra de que otro mundo es posible.
Para Julián, Leti y el personal administrativo de la Coordinación de Posgrado, con especial énfasis a Itzel, por llevarme de la mano entre las estructuras del mundo en el que vivimos.
Para LibGen, Aaaaarg, Sci-Hub, EpubLibre y Memory of the World por ejercer la función de bibliotecas públicas en un mundo cada vez más privatizado.
Lista de siglas y acrónimos
BC / bienes comunes
BOAI / Budapest Open Access Initiative
CC / Creative Commons
FSF / Free Software Foundation
GNU / GNU is Not Unix
GPL / General Public License
OMPI / Organización Mundial de la Propiedad Intelectual
OSI / Open Source Initiative
P2P / peer-to-peer
PI / propiedad intelectual
PRDC / producción, reproducción, distribución y conservación
Introducción. Un tema filosófico desatendido
El aumento de los años y del tipo de objetos que abarcan los derechos de autor o cualquier otro tipo de propiedad intelectual ha estado bajo disputa entre abogados, sociólogos, economistas, políticos, programadores, hackers, escritores, artistas y, en general, entre personas interesadas en el quehacer cultural y el desarrollo tecnológico. Sin embargo, rara vez se ha reflexionado sobre las posibilidades o limitaciones que este régimen de propiedad puede tener sobre la producción, reproducción, distribución, conservación e intelección de y desde la filosofía.
El impacto de la propiedad intelectual en la práctica filosófica se presenta en un primer momento como barreras económicas, geopolíticas, infraestructurales, legislativas o técnicas que dificultan su ejercicio. Un ejemplo nítido de este (des)encuentro es la disposición de la bibliografía para esta investigación. El presente trabajo no hubiera sido posible sin el acceso digital a través de bibliotecas que obvian las restricciones de los derechos de autor. Por un lado, la mayoría de las obras consultadas no se encuentran en los repositorios académicos disponibles en la UNAM. Por el otro, sus copias impresas —si las hay— se encuentran en bibliotecas o archivos alejados de la Ciudad de México. Por último, la adquisición digital y legal de esta bibliografía implica un desembolso imposible de llevar a cabo pese al apoyo del Conacyt.
La incapacidad o la necesidad de sortear estas barreras no solo están presentes en la UNAM, en la Ciudad de México o entre los becarios del Conacyt. En casi cualquier universidad o instituto de educación superior hay una carencia de acceso a la información, sin importar el tamaño de su infraestructura cultural. La cercanía a los centros de producción cultural disminuye el tamaño de esta barrera, pero con el costo de una intensa y precaria movilidad de la periferia. La restricción del acceso a bienes culturales no es la misma en Colima, Chihuahua, Xalapa o Puebla que en la Ciudad de México, San Pablo, Buenos Aires o Barcelona. Sin embargo, estas ciudades están distantes a la infraestructura para la producción cultural, científica y tecnológica de Los Ángeles, Nueva York, Londres, París, Fráncfort, Tokio, Shenzhen o Seúl.
Muchas instituciones gubernamentales han percibido este fenómeno como una limitación en la accesibilidad de bienes culturales o una restricción en la movilidad. Para contrarrestarlo se ejecutan programas para la construcción de más infraestructura o se subsidian viajes de estudios y de investigación al extranjero. Aunque esto permite disminuir las barreras, no evidencia que la infraestructura para la cultura y el conocimiento depende ya de un ecosistema de producción global, cuyos mercados en la actualidad extraen más capital del que ingresa a las economías de América Latina (CERLALC-UNESCO, 2015).
Esta globalización se da a partir de dos ejes. Las legislaciones actuales de la propiedad intelectual funcionan como mecanismos que permiten la transferencia de bienes y conocimiento alrededor del mundo, aunque a partir de un intercambio desigual donde las economías de Estados Unidos, la Unión Europea o China son las principales beneficiarias. Por otro lado, gran parte de este traslado se da en su conversión a información que viaja por el globo a través de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. La producción de cultura en su contexto actual es una cadena que trasciende países y sus legislaciones. Por ejemplo, la edición de libros en España, su impresión en China y su comercialización en países de América Latina es posible gracias al envío de información en una red de computadoras que viaja de Barcelona a una imprenta en Qingdao, hasta el envío de libros en barco a América Latina, cuyas transacciones financieras de nueva cuenta se dan en esta red informática conocida como internet.
El impacto rara vez perceptible de las legislaciones de propiedad intelectual y el desarrollo de tecnologías computacionales yace en las modificaciones a los procesos de producción, reproducción, distribución y conservación de bienes culturales. Un primer aspecto es la modificación que está sufriendo la industria editorial, por ejemplo. Los reproductores de conocimiento cuyo trabajo es la elaboración de soportes, como libros, revistas o periódicos, están en un proceso de adaptación a los horizontes abiertos por las nuevas técnicas y a los desafíos jurídicos que suponen. Sin embargo, en su transformación también quedan afectados los procesos que se consideran propios del productor de conocimiento. Para seguir con el ejemplo, el alcance de la filosofía queda delimitada a la compatibilidad de sus técnicas de producción con las condiciones tecnológicas actuales para su preproducción. En esta acotación es perceptible la modificación en sus posibilidades de difusión y en la manera en como se escribe filosofía. Una escritura a mano, con máquina de escribir, con procesadores de texto o con otras técnicas, como los lenguajes de marcado y de programación —la modalidad de redacción para esta investigación—, determina las posibilidades técnicas de su reproducción.
Estas modificaciones técnicas o el advenimiento de otras nuevas generan la pregunta sobre qué tanto afectan la manera en como diversas disciplinas, entre ellas la filosofía y las humanidades, construyen su conocimiento. La siguiente investigación pretende dar un panorama y una serie de problemáticas que permiten evidenciar el desfase entre estos cambios y las categorías empleadas a menudo entre los discursos sobre la producción cultural, cuyo punto central de análisis es la concepción de un supuesto vínculo intrínseco entre el creador y la creación de productos culturales.
Esta suposición está presente en la concepción de un ecosistema regido por diversos tipos de propiedad intelectual, como las patentes, los derechos de autor, las marcas, el diseño industrial, las denominaciones de origen o los secretos comerciales. ¿Cómo se fundamenta esta concepción? ¿Cuáles actores están presentes? ¿Por qué se percibe así y no de otra manera? ¿Cuántos problemas y temas pueden desprenderse? Esta investigación tiene el objetivo de dar pauta para la admisión de estas cuestiones como materia de reflexión filosófica.
Una filosofía que no se preocupa por sus condiciones de producción, reproducción, distribución o conservación es un ejercicio que termina por aislarse en la soledad de lo que la tradición ha estipulado como sus propios temas y cuyo cuidado y control se ejerce a través de una vigilancia disciplinaria que de manera constante dice qué es o no es filosofía. Por la manera en como se ha pensado la propiedad intelectual y los bienes comunes —por lo general temas de reflexión jurídica o de ciencias sociales, políticas o computacionales—, en un primer momento podría preguntarse cuál es el ámbito propio del quehacer filosófico para esta cuestión.
La filosofía ha encontrado su nicho en el intento por dotar de una justificación a la propiedad intelectual. Sin embargo, en esta investigación se propone otra manera en como la reflexión filosófica puede abordar la disputa entre esta y los bienes comunes. Además de la búsqueda por el control legal y técnico de obras e invenciones, la propiedad intelectual también pone en juego las posibilidades de recepción, intelección e incluso de producción del discurso. Con especial énfasis en los derechos de autor, la amalgama de legislaciones que representan estos tipos de propiedad comprometen la materialidad del discurso en pos de maneras más intensas y centralizadas de acumulación de capital.
La producción y reproducción de textos está constreñida a las técnicas conformes a la legalidad estipulada por los derechos de propiedad intelectual. ¿Qué tanto afecta las posibilidades de elaboración del discurso? ¿Qué impacto tiene al momento de hacer filosofía? Son preguntas aún difíciles de abordar. Más que una relación causa y efecto o la ausencia de una correlación, es motivo de sospecha y desasosiego que el quehacer filosófico no ha prestado relevancia a la relación de su producción «abstracta», «teórica» o «inmaterial» de discursos con su materialidad.
La enseñanza y la elaboración de filosofía están permeados por las condiciones materiales que los derechos de autor y las patentes hacen posibles. Estos derechos constriñen o favorecen la recepción, reproducción y producción de discursos acorde a determinados contextos. No son barreras físicas o geográficas que en el pasado impedían el flujo constante de conocimiento y de diálogo entre continentes: se trata de un impedimento legal y su implementación técnica y política que delimitan cómo y desde dónde se puede hacer filosofía, por ejemplo. Por otro lado, las patentes determinan los lugares donde es posible aplicar nuevas tecnologías, como las técnicas para la reproducción de textos. La pujante producción filosófica en otras lenguas está relacionada con la capacidad productiva de los profesionales diestros en la redacción y edición de filosofía, pero también en la infraestructura que permite su reproducción y distribución de maneras más eficientes y vastas, al mismo tiempo que concentra y determina el curso de los debates filosóficos actuales.
Entonces, esta investigación plantea que la filosofía tiene su nicho en la disputa entre la propiedad intelectual y los bienes comunes como disciplina que cuestiona la conformación contemporánea de esta discusión. Pero en su camino también termina por interpelar el sospechoso e inexplicado entendido por el cual la elaboración filosófica de discursos ha descuidado su materialidad, cuando es a través de artículos y libros como se abren las posibilidades de su enseñanza y producción. Este cuestionamiento es complejo y trasciende esta investigación, por lo que a continuación no se ofrece una respuesta definitiva, sino una propuesta y varias sugerencias en como la reflexión filosófica puede pensar sus condiciones materiales y las consecuencias intelectuales de concebir a la producción filosófica como un —¿disconforme?— quehacer cultural inserto en una economía global.
Estructura de la investigación
Este texto se compone de dieciocho secciones distribuidas en tres apartados. El primer bloque comprende el examen a las teorías de la propiedad intelectual que buscan un equilibro entre la producción como propiedad privada, su reproducibilidad y sus modalidades de acceso. Sus seis secciones van de la búsqueda de definiciones y teorías a las distintas propuestas teóricas y sus dificultades para la justificación de este régimen de propiedad.
El siguiente apartado repasa las críticas de los partidarios de los bienes comunes a estas teorías. El análisis intenta demostrar la importancia de este tipo de bienes para la fundación de una teoría de la propiedad privada de la producción cultural. Sus ejes de análisis son los movimientos del copyleft, copyjustright, anticopyright y copyfarleft. Este bloque concluye con las dificultades en la definición de los bienes comunes y en la descripción breve de un ecosistema en el que estos conviven con la propiedad intelectual.
El último apartado describe y critica los puntos de encuentro entre ambas tendencias dentro de la producción cultural. La reflexión se realiza a partir de la crítica a un marco teórico en común que supone al quehacer cultural como un ecosistema distribuido en las esferas del creador, el distribuidor y el público, así como reduce esta actividad a su aspecto productivo y las técnicas y formas jurídicas que amplifican y regulan sus capacidades de reproducción. Los primeros dos apartados son centrales para la comprensión de este último bloque porque ahí se propone que la disputa entre la propiedad intelectual y los bienes comunes son un síntoma de un problema más extenso en el quehacer cultural: el desfase entre las nuevas tecnologías de la comunicación que lo modifican, las legislaciones que pretenden regularlas y la teoría que bebe de esta discusión para criticar las categorías operativas que delimitan este ecosistema y que, tal vez, permita la expansión de sus horizontes.
Tipos de propiedad intelectual
En esta investigación en varios casos se habla de «propiedad intelectual» pero en otros de «patentes», «derechos de autor» o «copyright». Esto podría causar confusión, así que antes de comenzar es necesario explicar los tipos que la componen.
Este régimen de propiedad abarca el uso y el control de diferentes arquetipos de «creaciones de la mente» (OMPI, 2019). Un primer tipo son las patentes; es decir, el derecho exclusivo sobre una solución técnica a un problema, también conocida como «invención». Los inventos deben obedecer ciertas condiciones: (1) ser novedosos, (2) no ser una solución obvia y (3) ser posibles y funcionales (OMPI, 2019). Esto evita que, por ejemplo, la falta de novedad de la rueda, la obviedad del riego por gravedad o la imposibilidad de generadores de energía infinita sean patentables. Estas condiciones no impiden la patentación de invenciones relevantes para nuestra especie. Por este motivo en varios países no es posible patentar invenciones de importancia pública como la teoría, los algoritmos o el descubrimiento de sustancias naturales. No existe consenso respecto a estas limitaciones, así que la relevancia pública es flexible. El plazo de protección tiende a ser de veinte años y sin posibilidad de renovación (OMPI, 2019).
Las marcas consisten en un signo distintivo de productos o servicios privados (OMPI, 2019). En el mercado funcionan para la identificación de insumos y la evasión de mercancía apócrifa. El plazo de protección es variable y con renovación indefinida (OMPI, 2019).
El diseño industrial trata «los aspectos ornamentales o estéticos de un objeto» (OMPI, 2019). Este tiene que ser novedoso y original, mas no funcional. Su cometido es atraer al consumidor. En ciertos casos el diseño industrial puede protegerse como patente o derechos de autor, por lo que está sujeta a interpretación jurídica. El plazo de protección tiende a ser de cinco años y renovable hasta quince.
Las denominaciones de origen son signos para identificar productos según las propiedades específicas del medioambiente de una región o de sus técnicas de producción (OMPI, 2019). Estas se emplean para validar la procedencia del producto. El plazo de protección es indefinido porque pretende evitar la competencia desleal, proteger al consumidor e incentivar el desarrollo económico (OMPI, 2019).
Los tipos de propiedad intelectual más populares son los derechos de autor y el copyright. Estas protegen a las «creaciones literarias y artísticas» (OMPI, 2019). Por lo general se cree que custodian las «ideas». No obstante, estas legislaciones velan por las «expresiones concretas» de dichas «ideas» (Moore, 2008) —aunque esto no solventa las dificultades en su comprensión, sino que abre el problema de su estatus ontológico—. Otra confusión es la asimilación entre los derechos de autor y el copyright, cuando sus orígenes y ámbitos de protección son distintos. El copyright cubre el derecho de copia en la tradición jurídica anglosajona (Baldwin, 2014). Mientras tanto, los derechos de autor abarcan este derecho patrimonial pero también los derechos morales elaborados por la «tradición continental» (Baldwin, 2014). Los derechos patrimoniales hacen referencia a la explotación exclusiva de la obra y su plazo mínimo de protección es de cincuenta años después de la muerte del autor, aunque lo común sea un plazo de setenta a cien años. Los derechos morales consideran que la obra está «unida» al autor (Estados Unidos Mexicanos, 1996) y, según cada legislación, pueden ser renunciables o inalienables.
Los derechos conexos permiten a intérpretes, ejecutantes o productores la utilización de las obras con derechos de autor o copyright (OMPI, 2019). El plazo de protección es de cincuenta años una vez realizada la interpretación de la obra (OMPI, 2019).
Por último y a diferencia del resto, los secretos comerciales consisten en elementos o procesos que no son públicos. Su divulgación se previene por medio de un contrato que impide su difusión. Estos mecanismos para su protección y su carácter privado lo tornan en el único tipo de PI cuya protección no implica una nueva legislación. La revelación del secreto es tratado como incumplimiento de contrato o como espionaje, por lo que su plazo aplica hasta que este sea delatado.
Como es perceptible, este régimen de propiedad es un conjunto de legislaciones dispares bajo el supuesto de que los objetos bajo su protección son fruto de un proceso «creativo». Y es ahí donde se desatan una serie de temas para la reflexión filosófica, como se intentará mostrar a continuación.
Teorías de la propiedad intelectual
1. En la búsqueda de una definición
La propiedad intelectual (PI) se entiende de muchas maneras. Hughes (1988), Hettinger (1989) y Stengel (2004) dicen que es uno de los pilares para el progreso de las ciencias y las artes. Para Hughes (1988), la PI se entiende como propiedad intangible cuyo valor se basa en ideas con cierto grado de novedad. Esta también se refiere a un modo popular de apropiación en las sociedades posindustriales donde la manufactura y manipulación de bienes físicos abrió el camino para la producción y uso de la información (Hettinger, 1989). Por otro lado, la PI se define como escasez artificial para la generación de ingresos (Palmer, 1990): una simulación de los procesos que gobiernan al libre mercado de los bienes tangibles (Palmer, 1990). Para Stengel (2004) la PI es un objeto abstracto que no tiene límites claros pero que sirve para el control de los bienes por un tiempo definido. O como toda propiedad, esta es un principio abstracto de individuación que permite el establecimiento de relaciones intersubjetivas mediadas por objetos (Schroeder, 2004). Asimismo, la PI se comprende como un «tipo» con muchos «tokens» en los cuales hay trabajo involucrado durante su producción (Shiffrin, 2007). Para Moore (2008), la PI es un producto de un proceso cognitivo cuyo valor reside en ideas, un derecho para controlar su expresión y un sistema que protege sus medios de producción.
Las definiciones son diversas y en ocasiones incompatibles; sin embargo, caben organizarse en tres dimensiones. La PI puede ser una cosa, sea una obra como Cien años de soledad, la invención de los iPhone, el logotipo de Nike, el patrón textil de Louis Vuitton, el ingrediente secreto de la Coca-Cola o una bebida producida con ingredientes, procesos y en lugares específicos como el tequila José Cuervo. La PI puede referirse a los derechos en torno a esas cosas como los derechos de autor, patentes, marcas, diseños industriales, secretos comerciales o denominaciones de origen, respectivamente. La PI también puede entenderse como un sistema que aglomera estos derechos.
Por los distintos grados de abstracción la PI significa una cosa, un derecho o un sistema. Pero entre estas acepciones hay una primera: la PI es un objeto. No existe consenso en cuanto a su delimitación, a pesar de ello, la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) ha optado por definirla como «creaciones de la mente» sujetas a derechos embebidos dentro de un sistema (OMPI, 2019). Esta definición se llamará «estándar» porque la OMPI es el organismo especializado de la ONU para estandarizar la PI entre los países miembro. Esto implica legislaciones nacionales y acuerdos o tratados internacionales como el «Convenio de Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas» (OMPI, 1971). Sin excepción, los miembros de la ONU han de seguir las directrices delineadas por la OMPI.
Todos estos intentos por definir la PI han fracasado. Sin un dejo de pesimismo, Hettinger (1989) concluye que no es fácil de justificar. Stengel (2004) señala que se trata de un concepto enraizado en una comprensión contemporánea del mundo. Schroeder (1998) ve en la PI un «montón de palos» cuyo símbolo fálico son los fasces; es decir, son derechos poco asimilables pero concebidos para la ocupación de objetos: la apropiación por excelencia en las sociedades capitalistas (Schroeder, 2004). A Palmer (1990) le parece un concepto vasto cuya suposición es que a mayor cantidad de definiciones, una mejor justificación. Shiffrin (2007) es escéptica y declara que la PI es un concepto ambiguo. Barron (2012) menciona que su énfasis en lo económico privilegia posturas liberales o utilitaristas, ya que supone que la privatización es el mejor modelo productivo (Barron, 2012). Epstein (2009) indica que existe una inclinación a desintegrar la PI por incoherente o por ya no ser una guía fiable para el capitalismo contemporáneo.
A pesar de la falta de consenso hay una opinión compartida. Estas disparidades y ambigüedades tienen un mismo origen: durante décadas, legisladores, jueces y empresarios han pretendido definir la PI a partir del material jurídico disponible (Hughes, 1988). La PI ha sido fijada a través de juicios, veredictos y legislaciones; sin embargo, los resultados son teóricamente insuficientes. En este panorama varias personas han aceptado el desafío de elaborar una teoría de la PI como Breakey (2010), Epstein (2009), Hettinger (1989), Hughes (1988), Moore (2008), Palmer (1990), Schroeder (2004), Shiffrin (2007) y Stengel (2004), cuyo objetivo es la definición de la PI allende al ámbito legislativo.
2. En la búsqueda de una teoría
En la sección pasada se vio que la PI es un objeto aún bajo definición, sea como cosa, derecho o sistema. Este término se remonta al siglo XVIII (Wikipedia, 2019) aunque su uso sistemático actual data del siglo XX (Stengel, 2004). Antes de ello se hacían referencias a sus «manifestaciones», de las cuales no hay consenso sobre sus primeros usos. Stengel (2004) las rastrea desde los siglos XVI —en torno a privilegios ingleses para la impresión de libros— y XVII —sobre patentes venecianas—. Estos usos no fueron en beneficio de creadores, sino medios para el control de nuevas industrias como la imprenta. Moore et al. (2014) indica que la protección más temprana para un creador es un documento emitido en 1421 en la República de Florencia a favor del arquitecto Filippo Brunelleschi. Incluso el mismo autor señala antecedentes en la Antigua Grecia o en el Imperio romano. Sin embargo, existe un consenso sobre la atipicidad de estos casos debido a la carencia de instituciones específicas para su protección (Moore et al., 2014).
De manera paulatina la discusión pasó de tipos en particular a la búsqueda por sintetizarlos en un concepto. En su sentido actual la PI es un objeto que engloba una cantidad diversa de objetos —cosas, derechos y sistemas—, los cuales son ahora sus manifestaciones. Además, estas dimensiones se entrecruzan hasta ser incomprensibles de manera aislada. El trato de una cosa —por ejemplo, El perfil del hombre y la cultura en México— como propiedad ya implica al propietario de sus derechos y a sus funciones dentro de un sistema cuya concreción son las legislaciones nacionales o internacionales. La Estados Unidos Mexicanos (1996) señala un plazo de cien años a partir de la muerte del autor para que su obra sea de dominio público; hasta el año 2060 para el caso de Ramos—.
Semejante empleo de la PI no ha pasado desapercibido. Por un lado, este trato pretende aglutinar una diversidad de objetos bajo un mismo concepto. Por el otro, esta sistematización pone sobre la mesa el lugar de la PI dentro de la propiedad en general. Ante estas dificultades se identifican cuatro posturas. La más común entre los teóricos analizados acepta la PI como un subconjunto dentro de la propiedad en general (Breakey, 2010; Epstein, 2009; Hettinger, 1989; Hughes, 1988; Moore, 2008; Palmer, 1990; Schroeder, 2004; Shiffrin, 2007; Stengel, 2004; Lessig, 2005). La segunda acepta la PI aunque ajena al entendimiento común sobre la propiedad (Barron, 2012). Una tercera postura no acepta la existencia de la PI aunque sí de la propiedad en general. Los argumentos para esta postura suponen que la propiedad es tangible o que la escasez de la PI es artificial y moralmente ilegítima (Stallman, 2004). Por último, entre anarquistas y varios espectros políticos de izquierda se niega por completo cualquier régimen de propiedad, aunque en el camino la reduzcan a «propiedad privada» (Proudhon, 2010).
Sin importar su filiación, la mayoría de los autores recurren a tres teorías para reforzar, criticar o negar la PI o el régimen de propiedad. Estas son la progresista, de raigambre utilitarista, la personalista, de corte «continental», y la laborista, de raíces anglosajonas.
Aunque estas teorías surgen en distintos contextos, comparten ciertas particularidades. Muchas son un ejercicio intelectual a partir de diversos fragmentos de filósofos modernos, por lo general de Locke y Hegel. Además, en diversas ocasiones estas teorías buscan la generación de nexos entre ellos y la noción contemporánea sobre la creación intelectual. Esto ocasiona más de una adaptación accidentada o un pleno desvío de las concepciones de la propiedad de estos filósofos. Los traslados semánticos, interpolaciones y extrapolaciones llevados a cabo se han catalogado como «fundamentos filosóficos» de la PI.
Desde un horizonte plural de posturas, en las que es posible proponer una diversidad de definiciones o teorías, de manera deliberada muchos investigadores han optado por reducir su bagaje cultural a un pastiche del canon filosófico de la modernidad occidental. No hay menciones expresas para su explicación, como tampoco existen argumentos que demuestren el paso de la creación a la propiedad intelectual. Sin embargo, a través de estas tres vertientes teóricas se busca su fundamentación o destrucción.
3. La teoría progresista: el utilitarismo de la legislación estadunidense
La búsqueda por sintetizar la creación intelectual como un tipo de propiedad se ha dado a partir de tres distintas teorías, como se mencionó en la sección pasada. La primera teoría a revisar es la teoría progresista —también conocida como teoría utilitarista, incentivista o consecuencialista (Hettinger, 1989; Palmer, 1990; Stengel, 2004; Shiffrin, 2007; Moore, 2008; Barron, 2012)— la cual percibe a la PI como sinónimo de progreso en las ciencias y las artes (Hettinger, 1989; Stengel, 2004). No es la teoría más elaborada pero sí la más popular (Hettinger, 1989). Stengel (2004) traza su origen en Joseph Alois Schumpeter, economista que asoció la innovación con el progreso social.
La idea general es que la protección de la PI fomenta la creación de más PI (Shiffrin, 2007), que a su vez aumenta la utilidad social (Moore, 2008) al crear objetos valiosos para las comunidades. La PI se constituiría por un compromiso del Estado con la actividad innovadora privada (Moore, 2008; Barron, 2012).
Esta suposición es difícil de comprobar e incluso problemática (Moore, 2008; Hettinger, 1989). Sin embargo, Shiffrin (2007) explica que da mayor incertidumbre a la inversión porque la creación de PI requiere de una fuerte financiación y su reproducibilidad es a muy bajo costo. El monopolio artificial de los derechos de PI permite compensar esta caída en los precios al conceder exclusividad en su comercialización por un tiempo limitado, por lo que se gesta como un contrapeso entre la monopolización y la libre difusión.
Los derechos de PI también suponen que una difusión sin protección de los intereses económicos equivale a un menor fomento para la creación de más PI y, en consecuencia, la disminución de la utilidad social. Según Stengel (2004), el fomento puede darse desde tres vertientes. Antes del acto creativo los incentivos motivan al creador a realizar su trabajo. Las recompensas se otorgan por el cumplimiento del proceso creativo. Durante la difusión del objeto producido, la compensación es el reconocimiento público del trabajo hecho por el creador.
No obstante, un problema recurrente en las teorías utilitaristas es la ambigüedad en el empleo de los términos «utilidad», «progreso» o «beneficio» social. Para sobrepasar esta dificultad, Palmer (1990) propone dos argumentos: justice-as-order y X-maximization. El justice-as-order pretende fomentar un ecosistema que permita a las personas realizar sus fines sin la incertidumbre de la escasez de recursos, el conflicto social o lo depredación violenta. Por esta incertidumbre se fijan políticas para un orden social que la evite. Como en la PI la escasez no es «estática», este utilitarismo no procede porque la reconfiguración social es innecesaria cuando la escasez puede manipularse. Entonces, el argumento de X-maximization es el que aplica para la PI. Su objetivo es la maximización de x al menor costo posible. La x es igual a la utilidad, la riqueza o cualquier otro elemento relativo al «progreso» de las ciencias y las artes, así como de la sociedad. Aquí la escasez tiene la función estratégica de manipular el régimen de la PI para la obtención de un máximo beneficio al menor costo. Es decir, la X-maximization busca un punto medio donde creadores, distribuidores y el público se beneficien mutuamente.
Esta teoría también ha sido criticada por su carácter paradójico. En muchos casos la PI frena su generación (Hettinger, 1989), porque el supuesto de que las personas producen más si tienen mayores incentivos, recompensas o compensaciones fortalece los derechos de PI hasta el punto de afectar a futuros creadores (Palmer, 1990). La teoría progresista se enfoca en las consecuencias de la PI sin justificarla ni demostrar el progreso que pretende. Barron (2012) señala que esta teoría supone que el progreso de las ciencias y las artes es más eficiente si la actividad creativa se privatiza. Pero su énfasis en lo económico explicita un desconocimiento profundo sobre el quehacer cultural, la dinámica social y el impacto del «expansionismo» de la PI sobre estos ecosistemas.
Sin importar estas dificultades, la teoría progresista está en el fondo de la jurisdicción estadunidense. Stengel (2004) llama a ir más allá de las palabras para ver los efectos de los monopolios en nuestra cultura. Desde Hollywood o Silicon Valley, pasando por las industrias petrolera o agrícola, hasta los tratados y guerras comerciales, EE. UU. es el Estado con mayor influencia en materia de PI. A través de derechos de autor, patentes, marcas, diseños industriales o secretos comerciales las industrias estadunidenses regulan las distintas manifestaciones de la PI y la producción de bienes culturales a nivel global. Este extenso control de los mercados no es fortuito. La teoría progresista tiene dos características que permiten la hegemonía de la PI estadunidense. Por un lado, ofrece un discurso que da certidumbre a emprendedores e inversores mediante la idea de que el acto creativo es una cuestión privada: el autor y su obra, el inventor y su invención. Por otro, ofrece un mecanismo para la privatización del quehacer cultural. Si el progreso social en parte se realiza con la PI; si la PI es una actividad lleva a cabo en privado; entonces el progreso social de manera parcial se da en la privacidad del trabajo creativo.
Sin embargo, no existe un nexo que explique la relación entre una actividad realizada en privado por un individuo y el beneficio público o social que conlleva. Pero aún suponiendo la posibilidad de este traslado y acorde a los teóricos expuestos, no hay datos que comprueben que la privatización es una condición necesaria para el progreso social. En este sentido, cabe la posibilidad de una teoría progresista sin la iniciativa privada.
Si el objetivo es el progreso, puede establecerse un sistema de gestión pública de la PI. El fomento sería a través de recursos públicos donde el creador mantendría la atribución pero los sistemas de PI velarían por su adecuada gestión pública, en lugar de salvaguardar derechos privados de explotación. Debido a la deficiencia de la administración pública, esta gestión podría ser realizada por organismos autónomos o descentralizados, donde la intervención directa del Estado es innecesaria.
4. La teoría personalista: Hegel, Kant y ¿más Hegel?
La segunda teoría que pretende dar fundamentos filosóficos a la PI es una que retoma ideas y conceptos de Hegel y Kant. A diferencia de la teoría progresista revisada la sección pasada, Hughes (1988), Schroeder (2004) y Stengel (2004) asienten en que la teoría personalista es la aproximación más completa —también conocida como «hegeliana» o «continental» (Moore, 2008; Shiffrin, 2007; Schroeder, 2004; Stengel, 2004; Palmer, 1990; Hughes, 1988)—. Esta teoría bebe de los Principios de la filosofía del derecho de Hegel, con especial énfasis en la primera parte —«El derecho abstracto»—, primera sección —«La propiedad»— (Hegel, 2005). En esta obra Hegel delinea su teoría de la propiedad aunque, como resalta Schroeder (1998), los teóricos de la PI la han abordado de manera heterodoxa.
Según Palmer (1990), la personalidad tiene que pasar de la potencia —«Concepto» en términos hegelianos— a la actualidad —«Idea»—, para lo cual se requiere de la propiedad. Lo que en un primer momento parece una teoría de adquisición de objetos pronto se convierte en una sobre la externalización de la voluntad a través de la objetificación.
Schroeder (1998) es la autora más rigurosa en el desarrollo de esta teoría, el cual comienza con una advertencia: varios de sus compañeros le adjudican supuestos liberales que no se sustentan. Hegel parte y comparte muchos de estos presupuestos pero los lleva a sus últimas consecuencias lógicas. Un punto de partida para entender su teoría de la propiedad es la consideración de que no son derechos naturales porque la «naturaleza» no es libre y el derecho permite un medio para actualizar la libertad. Su teoría surgió cuando la explicación de la propiedad como derecho natural dejó de ser satisfactoria. Desde un comienzo para Hegel la libertad y la voluntad se dan en un contexto social.
En una concepción hegeliana del mundo, el individuo está obligado a ser libre. Esta libertad se alcanza por la actualización de su voluntad (Moore, 2008): no está dada, tiene que hacerse. ¿Cómo es posible elaborarla? A través de la propiedad. La teoría hegeliana no se limita a cosas físicas, ya que su concepción de «objeto» implica todo lo que no es sujeto; a saber, lo carente de autoconciencia (Schroeder, 2004). Para los teóricos de la PI ahí hay un vínculo orgánico para hablar de la PI como parte de la propiedad en general.
En seguimiento a Schroeder (2004), la sociedad es previa a la propiedad; es decir, es el primer paso para la actualización de la libertad a partir de relaciones intersubjetivas. La propiedad requiere de otros, principalmente de su reconocimiento, porque es un principio abstracto de individuación. Schroeder (2004) indica el error común entre sus compañeros en pensar que Hegel concibe la propiedad como la percibe la tradición liberal anglosajona de la que forman parte. Hegel ve a la propiedad como un momento inicial que ella denomina «sujeto legal». De ahí a la constitución de la personalidad existen otros mecanismos que absorben la propiedad privada, como la familia, la sociedad civil, el Estado o el Espíritu. Con esto Schroeder (2004) puntualiza que para Hegel la propiedad es solo una etapa dentro de una dialéctica que va más allá del individuo —un elemento que Hughes (1988) tiene presente al tratar a la PI como negatividad, como se verá más adelante—.
El sujeto legal implica la capacidad de obedecer las leyes. Su constitución es formal y abstracta: es la base para la gestación de la personalidad. Su dialéctica y concreción avanzan a través de las relaciones de propiedad, debido a que ayudan en el establecimiento de relaciones intersubjetivas que permiten la constitución de los sujetos a partir del reconocimiento de otros. El asentimiento donde un a es propietario de x explicita una relación de propiedad pero también un reconocimiento de que a es un sujeto. Esta identificación no es unilateral, sino llevada a cabo por un sujeto b. Entonces, el establecimiento de relaciones de propiedad, como la venta, el regalo o incluso el robo, es un reconocimiento recíproco de subjetividad. La propiedad es el intermediario para la constitución de los sujetos, por lo que sirve como un vehículo para sus fines e impide que los sujetos a y b se usen como medios (Schroeder, 2004).
Además, la propiedad tiene tres características (Schroeder, 2004). En su posesión se identifica a un objeto con un sujeto; en su goce se diferencia al objeto como medio y al sujeto como fin, y en su alienación se evita la dependencia, así como otro sujeto entra en relación. Estas características se constatan una vez que la alienación se ha llevado a cabo ya que es una lógica retroactiva, no prospectiva. Una vez acontecida la relación de propiedad se hace posible evidenciar su función para la constitución de la subjetividad: es imposible mostrarla avant la lettre.
Esta lógica no es aislada y, acorde a Schroeder (2004), existen consecuencias indeseadas para los teóricos de la PI. En el sistema hegeliano cada ciudadano precisa de un mínimo de propiedad para actualizar su libertad porque el desarrollo de la personalidad implica una esfera de propiedad. Por la definición hegeliana del «objeto», es posible la fundamentación de la PI dentro de la propiedad en general. Sin embargo, la dialéctica hegeliana no es prospectiva, por lo que no existe la posibilidad de cumplir las pretensiones de varios de estos teóricos. En Hegel no hay necesidad de un «engrosamiento» de la PI, incluso cabe la posibilidad de argumentar lo contrario. Si la PI es una expresión de la voluntad, tras su muerte ya no se requiere de protección, lo que conlleva una apertura inmediata de su obra al dominio público. Por otro lado, con Hegel no es posible extraer la conclusión de que las sociedades requieren sistemas de PI. No existen lineamientos al respecto porque su interés no fue la defensa de la propiedad, sino su justificación como derecho positivo en un momento específico de su sistema.
Estas consecuencias limitan las pretensiones de concebir una teoría de la PI ad hoc al quehacer cultural contemporáneo. Para ajustarla se han recurrido a otros autores también interesados en la persona. Un ejemplo es Humboldt y su énfasis en el desarrollo del potencial humano (Palmer, 1990). Otro es Fichte y su distinción entre idea y expresión de la obra literaria (Fichte, 1793). Sin embargo, entre los teóricos de la PI revisados, el uso de estos autores no va más allá de una mención.
Dentro de esta problemática el caso de Kant es muy particular. Entre los filósofos modernos canónicos a los que muchos teóricos de la PI reducen su campo de estudio, Kant de manera explícita habla de una «manifestación» de la PI: los derechos de autor. Pero su defensa es de poca ayuda. En términos contemporáneos, el discurso kantiano va en contra de la piratería, pero sin ver en los derechos de autor un régimen de propiedad.
Barron (2012) identifica las fuentes kantianas en un ensayo titulado «Von der Unrechtmäßigkeit des Büchernachdrucks» (Kant, 1785) y en la sección «¿Qué es un libro?» de La metafísica de las costumbres (Kant, 2005). Ahí Kant expone los motivos para proteger los derechos del autor sobre su discurso. Según Barron (2012) este filósofo entiende al libro en dos dimensiones: como objeto material alienable y como un acto del habla inalienable. Para Kant la discusión pública es necesaria para una cultura ilustrada. Por este motivo es menester incluir la libertad de expresión en su teoría del derecho. Es decir, los derechos de autor son derechos a la libertad de expresión. Sin ellos sería posible que alguien tome el discurso de otro o, más grave aún, que lo use sin la autorización de su autor o para perjudicarlo.
La manera en como Kant-Barron entienden estos derechos implica una mayor apertura a los actuales derechos de PI. Como el discurso público es un elemento primordial para la cultura ilustrada, cualquier elemento que lo obstaculice tiene que ser eliminado. Los derechos de autor actuales son más un impedimento que un mecanismo para desplegar esta clase de cultura. Por lo tanto, tienen que ser descartados en pos de unos derechos de autor más adecuados a la consecución de una cultura ilustrada y cosmopolita.
La defensa kantiana no permite una teoría personalista basada en un sistema de PI. Sin embargo, el énfasis en el peligro del uso ilícito del discurso no pasó desapercibido. Josef Kohler, jurista y poeta decimonónico alemán, vio un vínculo entre los derechos de autor kantianos y la teoría de la propiedad hegeliana (Cotter, 1997; Baldwin, 2014). Kohler extrajo de Hegel la defensa de los derechos del productor para la alienación de su trabajo, y de Kant tomó el argumento donde la obra es el discurso de su autor. Como consecuencia, existe el derecho a impedir la apropiación no autorizada del trabajo del autor (Cotter, 1997).
Esto desemboca en dos clases de derechos de autor. Los derechos patrimoniales permiten la explotación de las obras por el autor o un tercero (Estados Unidos Mexicanos, 1996). Estos son los derechos de reproducción, adaptación, distribución, comunicación, representación o ejecución pública, los cuales tienen una duración limitada. Para dar flexibilidad, durante ese tiempo son lícitos el uso justo, que permite el empleo de la obra con fines privados o de investigación, y la regla de la primera venta, que admite la reventa sin interferencia del autor o editor (Epstein, 2009). Por otro lado, los derechos morales garantizan una unión inalienable del autor con su obra (Cotter, 1997; Baldwin, 2014). Sin importar su expropiación, el autor puede determinar cómo divulgarla, reclamar autoría, prevenir desinformación o mutilación, e incluso prohibir la crítica severa o perjudicial (Cotter, 1997).
Esta doctrina se considera parte de la tradición jurídica «continental» (Cotter, 1997), la cual está anclada en Alemania y Francia, pero también en México. En otro extremo, el copyright es la doctrina anglosajona que contempla los derechos de copia, muy similares a los derechos patrimoniales y demasiado ajenos a los derechos morales. Por este motivo la teoría personalista a veces se le llama «continental», haciendo patente una diferencia entre estas doctrinas que cabe tomarse en cuenta.
A primera vista parece que la doctrina de los derechos morales ayuda a los objetivos de una teoría personalista de la PI, ya que la inalienabilidad permite su prolongación más allá de la vida del autor. Así es posible una «extensión» de la PI y la necesidad de un sistema que la sustente. Sin embargo, abre más de una dificultad. Hughes (1988) menciona que esta derivación condiciona la protección de la PI según su grado de expresión personal. Existen manifestaciones muy personales como las obras literarias. Sin embargo, en la mayoría de los tipos de PI el grado de expresibilidad personal no es perceptible; por ejemplo, la patente de los envases Tetra Pack o la denominación de origen del queso Manchego. Esta doctrina se amolda muy bien a los derechos de autor, pero su generalización es problemática. Hughes (1988) además manifiesta que estos derechos generan problemas en la alienación de la PI porque el sujeto que la adquiere no es libre de hacer valer su voluntad. En conclusión, para Palmer (1990) y Schroeder (2004) los derechos morales son una deformación que de manera equívoca fundamenta una teoría personalista de la PI.
5. La teoría laborista: la defensa de la propiedad de Locke
Si bien la teoría personalista sentó las bases para los derechos morales de la tradición jurídica continental, como se vio en la sección pasada, la tercera y última teoría general para fundar la PI forma parte de la tradición jurídica anglosajona: el copyright. Esta data sus orígenes en el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, capítulo 5 —«De la propiedad»—, donde John Locke desarrolla su teoría de la propiedad (Locke, 2006). Ahí propone una solución al problema de derivar el derecho positivo a partir del derecho natural al combinar la creatividad divina con la humana (Stengel, 2004). Según Locke (2006), Dios dio la tierra a los hombres para su comodidad y existencia. Aunque esta es de todos, existe una propiedad que solo le pertenece a cada uno: su cuerpo. Mediante este y sus manos el hombre produce los frutos que «podemos decir que son suyos». Con su labor el hombre saca los elementos de su estado de naturaleza que, por consiguiente, «hace que no tengan ya derecho a ella los demás hombres». La propiedad queda así justificada mediante la labor (Shiffrin, 2007).
Aunque Locke habló de propiedad física, principalmente en un contexto agrícola, su argumento permite una extrapolación. Así como el hombre es dueño de las manzanas que cultiva, también puede ser propietario de las ideas que genera. Lo que tenemos en la argumentación lockeana es una expansión de los derechos que van de la propiedad del cuerpo a sus frutos producidos (Moore, 2012). El enlace entre uno y otro extremo es la actividad física y poco placentera que se lleva a cabo en la labor (Hughes, 1988). El cuerpo sería el punto de partida mínimo para la esfera que comprende lo que es suyo, donde la propiedad corresponde a los objetos que la expanden y la labor es aquello que convierte el bien común en un objeto entremezclado con la corporeidad del ahora propietario.
Se trata de una visión individualista de la creación de PI (Palmer, 1990; Moore, 2012). Con Locke está patente el supuesto liberal anglosajón donde el individuo precede a la sociedad (Schroeder, 2004) o al menos no la requiere para el surgimiento de su derecho positivo sobre la propiedad, pese a que este tenga su sustento en un Estado de derecho.
Este constante aumento de la esfera «privada» es conflictivo en un contexto comunitario, por lo que Locke establece dos condiciones para legitimar y delimitar estas apropiaciones (Hettinger, 1989; Stengel, 2004). Para evitar los monopolios, (1) siempre se tiene que dejar lo suficiente para los demás (Hettinger, 1989; Stengel, 2004). Con el fin de que nadie produzca más de lo que necesita, (2) el desperdicio queda prohibido (Hettinger, 1989; Stengel, 2004).
La teoría laborista es fácil de comprender; no obstante, por su simpleza existen dificultades para la fundación de legislaciones pertinentes. Locke nunca quiso establecer una base jurídica, sino justificar la propiedad en su traslado del derecho natural al positivo (Stengel, 2004).
Un problema es la «primera ocupación» (Schroeder, 2004). En la teoría de Locke hay un punto de partida por el cual es posible una ocupación primigenia y unilateral de los bienes comunes. Como en principio hay suficientes recursos para todos, no es necesario el consentimiento para estas ocupaciones, lo que implica una oligarquía de los que llegan primero (Breakey, 2010). Con el paso de los años estos bienes se agotan y el acceso deja de ser por medio de la «primera ocupación» para darle paso a un mercado que permite la transferencia de la propiedad. Esto genera un desequilibrio entre los primeros y consecutivos propietarios. En consecuencia se aumenta el tamaño del aparato burocrático y se «robustece» la legislación hasta llegar a ser «ridículos» (Breakey, 2010). Las soluciones son la modificación de las condiciones lockeanas o el permiso de la «primera ocupación» siempre y cuando exista un «desierto moral»: el derecho a poseer sin consentimiento si no existe un contexto previo de reclamos. Cuando esto deja de ser posible, la legislación ha de modificarse para responder ad hoc a la situación (Moore, 2012). Sin embargo, Hughes (1988) y Moore (2012) argumentan que este problema no afecta a la PI ya que la base común de la que parten —a saber, las ideas— nunca se acaba ni puede ser propiedad exclusiva de una persona. La primera ocupación siempre sería posible porque no hay nadie que agote el campo infinito de ideas.
En este sentido, la condición (1) es relevante para la producción y distribución de la PI. Hughes (1988) y Moore (2012) suponen que la PI no tiene límite en cuanto ideas, pero sí sobre el reparto de sus «expresiones concretas». Sin embargo, la definición estándar de la PI obvia que la entrada al «mundo de las ideas» se da a través de expresiones concretas cuyos frutos no siempre vienen del productor, su cuerpo o talento. Para tener conocimiento del cogito ergo sum es necesaria la disponibilidad de una edición del Discurso del método u otra fuente que hable al respecto. Sin este acceso, es muy improbable que un sujeto deduzca que el «pienso y luego existo» fue un punto sin retorno para la filosofía moderna. Las ideas requieren contexto y un soporte físico para su acceso, son raros los casos como el de Leibniz y Newton que de manera autónoma elaboraron lo que posteriormente se conocería como cálculo —nótese que a pesar de ello, compartieron un contexto histórico del desarrollo de las matemáticas—. Estos mismos teóricos indican que la condición (2) no afecta a la PI debido a que las ideas nunca se desperdician. No obstante, si el acceso de una idea depende de su soporte y contexto, su desperdicio es relevante cuando los derechos de PI controlan sus «expresiones concretas». La limitación artificial desaprovecha un acceso más amplio a las ideas y, por ende, limita las posibilidades de sus transformaciones o la generación de más ideas.
Otra dificultad es el condicionamiento de la propiedad a la labor desagradable. Locke supone que no hay labor placentera y por ello ha de recompensarse. En consecuencia, a mayor goce, menor custodia (Stengel, 2004). El grado de protección de la propiedad se hace relativo al desagrado que implica su generación. Si bien cabe la posibilidad de mecanismos que lo compensen (Moore, 2012), Hettinger (1989) explica que estos suponen un valor intrínseco de la labor. Esta valoración ignora los factores externos que afectan al valor de los frutos, como las disposiciones circunstanciales del mercado.
Una objeción yace en la presentación de la teoría. El argumento va de manera progresiva de un comienzo mítico, religioso y natural a uno real, histórico y positivo. Sin embargo, las condiciones lógicas para la satisfacción de este recorrido suponen su punto de partida desde un inicio. Schroeder (2004) ha señalado —aunque no para criticar esta teoría— que el «estado de naturaleza» es una hipótesis lógicamente necesaria para su explicación en retrospectiva. Es decir, semejante estado es una producción del hombre (Schroeder, 2004) para dar significado y sentido a su situación actual a partir de una génesis que podría remontarse hasta Adán y Eva, como lleva a cabo Locke.
Un último problema es que la teoría laborista permite fundamentar una «antiteoría» de la PI. Moore (2008) menciona que desde Pierre-Joseph Proudhon se ha criticado la teoría lockeana por suponer una expansión del régimen de la propiedad a partir del cuerpo. Aunque en ¿Qué es la propiedad? Proudhon (2010) no hace referencia a Locke, este dedica cuantiosas páginas para criticar el fundamento de la propiedad a partir del «trabajo» como una concepción que atenta a la libertad de otros o de la sociedad, hasta su necesaria abolición.
Pero supóngase que el trabajo es el fundamento para la propiedad. De ser así, su valor reside en el trabajo empleado para su producción. Es decir, la utilidad yacería en la labor del sujeto y no en el objeto producido. Entonces, una primera consecuencia es que los objetos no serían propiedad del dueño de los medios de producción, sino de quien los dispone de manera efectiva a través de su trabajo. El peón y no el capataz sería el propietario de la milpa, porque con su trabajo la siembra y cultiva. Pero ¿para qué detenerse ahí? Si el trabajo es la fuente de apropiación de los objetos. Si este se ejerce por medio de las herramientas que permiten su manufactura y si al mismo tiempo requiere de un lugar para su ejecución, que para Locke también está sujeto a dominio. Por lo tanto, el peón también es propietario de la infraestructura necesaria para la producción, al menos durante el tiempo necesario para la actividad productiva. En consecuencia, la teoría laborista volatiza, absorbe o vuelve irrelevante a la propiedad privada, incluyendo la PI que se pretende fundamentar: solo se requiere una reforma a los derechos laborales.
Por su simplicidad y potencia, esta teoría ofrece una mayor flexibilidad, hasta el punto de ser inestable. En cuanto a su nomenclatura, puede encontrarse con distintos nombres según el aspecto preferido a resaltar. Aquí se prefiere el mote de «teoría laborista» por un doble cometido. En su tratado, Locke habla de labor y no de work. Además, se atiende a la distinción que Arendt (2003) hace entre labor, trabajo y acción, donde la primera se dedica a la satisfacción de las necesidades vitales. La teoría de Locke defiende los derechos de propiedad a partir del sustento básico de la vida humana, por lo que la «labor» arendtiana es aplicable.
6. La posibilidad de una teoría
Pese al ánimo generalizado para elaborar una teoría de la PI, como se ha expuesto en las tres secciones pasadas donde se revisaron las teorías progresista, personalista y laborista, que respectivamente están basadas en teorías utilitaristas, en Hegel y Kant, así como en Locke, los resultados aún no son satisfactorios. Hughes (1988) menciona que todas tienen sus detalles aunque podrían complementarse para sobrepasarlos. Hettinger (1989) acepta que no hay una justificación adecuada a la PI. Palmer (1990) resalta que la mayoría de los argumentos ofrecidos en estas teorías vienen de defensores de la propiedad privada y del libre mercado. Para Stengel (2004) existen nexos entre las teorías, lo que refleja la necesidad de poner parches. Schroeder (2004) hace énfasis en que, con tal de defender la PI mediante Hegel, se termina por citarlo de manera incorrecta hasta generar una visión romántica que no le corresponde y que en su lugar crea un fetiche en torno a la creación intelectual. Shiffrin (2007) denota que sin importar la postura ante la PI, la mayoría busca una justa compensación al creador, aunque el detalle estriba en sus formas. Epstein (2009) destaca la teoría de la PI como un sistema sujeto a los derechos liberales de libre empresa y de propiedad privada. Moore (2012) lanza una advertencia: privilegiar el aspecto económico de la PI genera el peligro de minar al concepto y las instituciones que la resguardan. Por último, al menos para los derechos de autor Barron (2012) propone un giro: pasar de un régimen de propiedad a un sistema para libertad de expresión.
Detrás de esta insatisfacción yace un conflicto de intereses. La teoría no se considera apropiada si no sirve al menos de guía para el quehacer político, económico y jurídico involucrado en la creación y gestión de la PI. Si la teoría no da respuesta a las necesidades del quehacer cultural contemporáneo, se ha de poner entre paréntesis o desecharse.
Se habla de «contemporaneidad» cuando en realidad se alude al quehacer cultural del capitalismo global. Se indica «insatisfacción» en la teoría aunque más bien son inconsistencias entre las antiguas formas de gestión de la PI y los nuevos regímenes para su gestación y administración catapultados por las tecnologías de la información y la comunicación. Se acusa de «incompletud» cuando por lo general estos teóricos ignoran la relevancia fundamental que tienen los «bienes comunes» para la PI.
Críticas de los bienes comunes
7. El familiar incómodo
La carencia de fundamentación del concepto «propiedad intelectual», la ausencia de teorías consistentes que lo justifiquen, todo ello visto en las seis secciones anteriores, así como el engrosamiento cuantitativo —años aumentados para su protección— y cualitativo —tipo de obras bajo resguardo— de este tipo de propiedad no ha pasado inadvertido. Baldwin (2014) indica que sus retractores han estado presentes desde hace más de tres siglos. Por ejemplo, Condorcet (1776) abogó por una autoría distinta al derecho de propiedad exclusivo. Años después el librero alemán Kehr (1799) publicó diversas obras sin autorización para facilitar el acceso a quienes no podían adquirir ediciones legítimas. Poco más de sesenta años después, Proudhon (1862) escribió Les Majorats littéraires donde manifiesta su oposición a los escritores, artistas y juristas franceses, encabezados por Alphonse de Lamartine, que justificaron derechos de PI. Proudhon (1862) acepta que los autores e inventores merecen una compensación justa por su trabajo; sin embargo, la producción no es propiedad.
En la actualidad, los defensores de los «bienes comunes» (BC) esgrimen argumentos similares a los elaborados desde el siglo XVIII. No obstante, como Baldwin (2014) resalta, la ola actual en contra de la PI se caracteriza por su tenue conciencia histórica. Quizá se deba al punto de partida de la mayoría de los críticos: los campos del desarrollo de software y, en general, de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación.
La PI de manera constante se contrasta con los BC. Por ello Lessig (2005) y Baldwin (2014) hablan de una «guerra» con dos bandos: quienes defienden el engrosamiento o la permanencia de las actuales legislaciones de la PI y quienes buscan su disminución o readaptación a las nuevas tecnologías de la información. Hoy en día existe un desfase entre las nuevas técnicas de producción y reproducción y sus regulaciones jurídicas. Las consecuencias de esta «guerra» son sociales y culturales, aunque gran parte del debate acontece en los terrenos económico, político y jurídico. En cada bando se discute la manera adecuada para resolver esta tensión. Los defensores de la PI asienten en que las tecnologías de la comunicación deben obedecer el dictamen de las leyes. Por otro lado, los defensores de los BC argumentan que la adaptación ha de ser en las legislaciones y los modelos económicos.
Los BC han ocupado un lugar secundario dentro de las teorías de la PI, por ejemplo, para Hughes (1988) son una consecuencia de su expiración. Pocos teóricos, como Epstein (2009) y Barron (2012), han manifestado una preocupación sobre un ecosistema robusto de la PI que podría convertirse en «anticomunes». Este fenómeno acontece cuando una protección tan extensa y compleja torna los costos de transacción en un acceso controlado y prohibitivo. Barron (2012) llama a la preservación de los BC por ser uno de los dos momentos de una estructura que garantiza la libertad de autoría para todos. Por ello, pese a la poca o nula importancia dada a los BC, vale la pena retomarlos para evaluar la posibilidad de una teoría de la PI.
8. El resurgimiento: el software libre
Uno de los principales orígenes de la ola actual en contra de la PI, el familiar incómodo que se mencionó en la sección pasada, se remonta a principios de los ochenta en el laboratorio de inteligencia artificial del MIT donde el joven programador Richard Stallman y otros colaboradores se percataron de un fenómeno que estaba modificando la manera de hacer software. Acorde a Stallman (2004) durante los setenta el código se compartía sin ninguna restricción. Sin embargo, en la siguiente década se convirtió en propiedad privada. Esto ocasionó divisiones en las comunidades tecnológicas que crecían alrededor de las primeras universidades con computadoras conectadas a internet.
Stallman y otras personas se organizaron para dar lugar al movimiento del software libre. Su declaración de principios y plan de trabajo se publicó en 1984 con el título El manifiesto GNU (Stallman, 2016). El manifiesto declara cuatro libertades del software: las de uso, estudio, distribución y modificación de los programas computacionales. Para llevarlas a cabo este movimiento comenzó el proyecto GNU —un acrónimo recursivo y «humorístico» que significa GNU is Not Unix—, el cual busca el desarrollo de un sistema operativo completamente «libre», y fundó la Free Software Foundation (FSF) para financiar, preservar y difundir el software libre.
En el terreno teórico el movimiento del software libre propuso el concepto de «copyleft». Este término, acuñado por Don Hopkins, busca explicitar una oposición a las actuales legislaciones del copyright (Stallman, 2004). Las obras bajo copyleft permiten cualquier uso, excepto la adición de restricciones —y aunque este programador no lo indique, tampoco se admite la ausencia de atribución—. En el ámbito legislativo el copyleft se vale del copyright para un fin contrario a su cometido: el acceso casi irrestricto de las obras. Su primera aplicación fue la GPL (Licencia Pública General, por sus siglas en inglés).
La GPL es una licencia de uso no exclusiva que se añade al software con copyright. Con la finalidad de facilitar el acceso a las obras protegidas, esta licencia permite usarlas sin necesidad de una cesión de derechos tradicional (Estados Unidos Mexicanos, 1996). Lessig (2005) han señalado que estas licencias no van en contra del copyright, sino que son un traslado de «todos los derechos reservados» a «algunos derechos reservados». Cualquier programa bajo GPL puede usarse según sus términos y condiciones sin la necesidad de pedir permiso explícito al propietario de sus derechos.
Para proteger las cuatro libertades y la atribución, el copyleft y la GPL imponen el uso de la misma licencia a cualquiera de sus obras derivadas. Esto se conoce como «cláusula hereditaria». Si un usuario quiere modificar y distribuir un programa de cómputo bajo GPL, este debe ser publicado con dicha licencia. La originalidad de las licencias copyleft dentro de los derechos de autor es su ausencia de uso reservado. Según Stallman (2004), así es posible la preservación del software libre pese a las actuales leyes del copyright: no resuelve el problema, pero en la práctica solventa dificultades en torno a la restricción de acceso al código.
9. La bifurcación: el código abierto
En la sección pasada se explicó que el copyleft es uno de los conceptos centrales del software libre, ya que hace uso del copyright embebido en el código para su uso casi irrestricto, incluyendo la «libre» compartición y modificación sin necesidad de autorización explícita por parte de su creador. Un supuesto básico de este concepto y, en general, del movimiento del software libre es que el código es un BC en lugar de alguna clase de propiedad privada. Stallman (2016) en continuas ocasiones ha criticado la pretensión de hacer del código una propiedad, así como una y otra vez ha indicado la ambigüedad omniabarcante de la PI, hasta el punto de prohibir su uso en el discurso y a cambio exigir que se hable de sus manifestaciones.
Esta inflexibilidad fue percibida por muchos colaboradores que en un principio les atrajo las intenciones del software libre. Ya en El manifiesto GNU existe la intención de Stallman (2016) por fundamentar al movimiento a través de la constitución de una ética deóntica. Cada vez con menos frecuencia este programador habla de una «Regla de Oro» (Stallman, 2004; Stallman, 2016). Esta estipula que si la acaparación de la información es indeseable, se debe obrar de tal manera que su liberación sea posible. Stallman (2004) la cataloga como una «ética kantiana», una especie de imperativo categórico para el desarrollo de software. Como es evidente, aún son necesarios estudios filosóficos al respecto.
La actitud y eticismo de Stallman generaron varias tensiones que en los noventa llegaron a un punto de inflexión. Stallman (2004) relata que personas dentro del movimiento argumentaron que el uso del término «libertad» era contraproducente y, por lo tanto, tenía que eliminarse. En inglés la denominación «free software» puede entenderse como software gratuito en lugar de libre. La oposición señalaba que la ambigüedad del vocablo se prestaba a interpretaciones poco atractivas para la iniciativa privada capaz de brindar apoyo financiero al proyecto GNU. En este sentido, otra tarea pendiente es el análisis de la noción de «libertad»: ¿qué tanto la ambigüedad en su definición y uso es un problema filosófico heredado al campo del desarrollo de software?
En 1997 el debate llegó a un camino sin salida y, con ello, la bifurcación del movimiento del software libre. En ese año Eric Raymond publicó el ensayo La catedral y el bazar, donde hace hincapié a los nuevos modos de producción de software. Para Raymond (2016), una organización más «horizontal» da mayor flexibilidad y calidad a las técnicas de programación. Antes del sistema operativo GNU/Linux, el desarrollo de los programas de cómputo y su evolución se caracterizaban por jerarquías que de manera paulatina volvían muy compleja y costosa su producción. Este modelo de desarrollo le llama «catedral», ya que consiste en la división del trabajo entre arquitectos y albañiles, además de conllevar una planificación monumental a priori. En contraste, el modelo bazar de GNU/Linux ofrece mayor versatilidad al fomentar un modo de producción según los méritos de cada programador, cuya resultado es una organización dinámica que mejora el programa según sus necesidades y usos reales.
En 1998 se fundó la Open Source Initiative (OSI), lo que formalizó la bifurcación del movimiento. Una consecuencia fue la generación de licencias de uso no exclusivas y abiertas. Varios adherentes a la iniciativa del código abierto, como Maynard (2010), han denunciado que la cláusula hereditaria es paradójica ya que niega su propia pretensión: «restringir la libertad para poder maximizarla». Una de las principales diferencias entre la FSF y la OSI es que la última no supone que el código sea un BC, sino una especie de propiedad trabajada en común pero explotable por cualquier individuo. Por este motivo las licencias de uso no cuentan con la cláusula hereditaria del copyleft, lo que permite el «cierre» del código o el «retorno» a las formas tradicionales de gestión de derechos. Según Maynard (2010), si se busca maximizar la libertad, se tiene que garantizar la decisión de no publicar las mejoras para salvaguardar la libertad de empresa. Dada la posibilidad para la privatización del software, en la actualidad el código abierto goza de mayor popularidad que el software libre, como es evidente en la lista de empresas que apoyan a la OSI o The Linux Foundation (2019): AT&T, Google, IBM, Intel, Microsoft, Samsung, entre otros.
10. La amplificación: la cultura libre y el acceso abierto
Aunque la FSF y la OSI difieren en criterios al momento de definir qué es una licencia «libre» o «abierta», como se ha evidenciado en las dos secciones anteriores, en la práctica los desarrolladores de software encuentran puntos intermedios para poder ejecutar proyectos. Un ejemplo de esta flexibilidad son comunidades que cuentan con sus propios criterios, como el Contrato social de Debian en el cual se define el software libre para la comunidad de Debian, una distribución de un sistema operativo GNU/Linux (Debian, 2004).
A finales de los noventa y principios del nuevo milenio esta diversidad de ideas empezaron a influenciar otras esferas de la creación intelectual. Dos casos relevantes son la cultura libre y el acceso abierto, cuya gestación se dio de manera paralela.
En sus orígenes las licencias copyleft se limitaban al desarrollo de software. Lawrence Lessig, abogado y académico, por lo general se le acredita como uno de los personajes que trasladaron este discurso al terreno general del quehacer cultural. En Por una cultura libre Lessig (2005) deriva los ideales del software libre a un equilibrio entre la «anarquía» y el «control» de la PI. El objetivo es un cambio legislativo que apoye y proteja a los creadores sin perjudicar el derecho al acceso de la información de los usuarios. No consiste en una cultura sin propiedad, sino en una del permiso. Para Lessig (2005) el copyright contemporáneo es un problema debido a su engrosamiento cuantitativo y cualitativo hasta la subversión de sus cometidos: un mecanismo que detiene la labor creativa cuando el internet permite la difusión eficiente de contenidos.
Lessig (2005) asiente con la relevancia social de la propiedad y la PI; sin embargo, este régimen no es omniabarcante. Este abogado argumenta que la legislación y los mercados deberían ajustarse a las nuevas tecnologías de la comunicación. La regulación ahora no solo depende de las leyes, sino también del código: «el código es la ley» (Lessig, 2009). Para este autor, en esta «guerra» se necesita un punto medio que evite el control sobre los usuarios. Por ello, la cuestión no es la elección entre la PI o los BC, sino en la construcción de sistemas flexibles de propiedad.
En general, Lessig (2005) indica que uno de sus objetivos es la redefinición del debate en términos más amplios y no binarios, para ello propone las licencias de uso Creative Commons (CC). Estas retoman las licencias del software libre o del código abierto para su amplificación a cualquier creación intelectual. Para Lessig (2005) las CC son un copyright razonable que complementan las legislaciones actuales, cuya finalidad es la consolidación de un movimiento de consumidores y creadores en el cual todos puedan adquirir o recibir compensaciones de manera justa.
Diversos académicos también percibieron la posibilidad de un equilibrio entre las legislaciones actuales del copyright y el uso de las nuevas tecnologías. Según Moore (2019) los orígenes de esta observación son las comunidades de edición independiente de los ochenta y noventa. Para varios editores académicos la alternativa del régimen de propiedad llevada a cabo por el movimiento del software dio un ejemplo de oposición a las prácticas de editoriales comerciales. La influencia del movimiento del software libre o la iniciativa del código abierto es todavía una cuestión por examinar. También está pendiente el análisis del impacto del acceso abierto en la producción filosófica de América Latina, ya que lo más evidente ha sido la conveniencia del internet para la publicación académica (Moore, 2019).
Moore (2019) describe que en los noventa varios académicos empezaron a experimentar con tecnologías de edición digital, en ese entonces un espacio libre de editoriales comerciales. Aunque la iniciativa del acceso abierto no es unitario, sus adeptos asienten en que las editoriales comerciales no siempre respetan los intereses del quehacer académico. Por ello, no solo es una cuestión de acceso a la información, sino la necesidad de mecanismos para que los académicos tengan un mayor control sobre su trabajo. Aunque aún es un espacio en disputa, en esos años surgieron varios proyectos en pos del acceso abierto de los artículos científicos, como la Budapest Open Access Initiative (BOAI) del 2002.
La VV. AA. (2002) busca que la literatura científica esté disponible en internet para que los usuarios la puedan leer, descargar, copiar, distribuir, imprimir o referenciar sin ningún costo. La única restricción sería el derecho del autor sobre la integridad de su trabajo. Este requisito marca una distancia con la tradición del copyright para acercarse a la doctrina de los derechos de autor. No es un control sobre la copia, sino el dominio del autor para ser propiamente citado y conocido. Para garantizar este acceso, la BOAI propone dos estrategias: la constitución de repositorios públicos disponibles en internet para la conservación y consulta de los artículos científicos, y la publicación de revistas académicas sin costo, de preferencia financiadas con recursos públicos.
SciELO es un ejemplo previo a la BOAI y en América Latina de estas estrategias. En 1998 en Sao Pablo, Brasil, nació el proyecto de una biblioteca electrónica de acceso abierto Scientific Electronic Library Online (Wikipedia, 2019). En la actualidad SciELO tiene presencia en casi todos los países de América Latina, incluyendo México —gestionada por la DGB de la UNAM (SciELO México, 2019)—. Otros proyectos a resaltar en esta parte del mundo son Dialnet, para la producción académica en habla hispana, y la Red de Revistas Científicas de América Latina y el Caribe, España y Portugal (Redalyc).
La amplificación de la ola contemporánea en pos de los BC va de las comunidades de editores independientes y de desarrolladores de software, pasando por comunidades científicas y creadores en general, hasta derivaciones muy específicas como los movimientos de fuentes o edición libres. Las fuentes libres hacen hincapié en la especificidad de sus creaciones y en la necesidad de su acceso público (Crossland, 2008). La edición libre pretende amplificar las posibilidades de reproducción a partir de tecnologías, formatos y licencias libres, con un fuerte énfasis en el aspecto político y la responsabilidad social del quehacer editorial (Tuerto, 2019). El resultado es un ecosistema cada vez más robusto de creadores y usuarios en pos de los BC.
11. La crítica interna: el copyfarleft
El aumento de creadores y usuarios a favor de los BC no ha sido un fenómeno consistente ni uniforme, como ha quedado en evidencia en las tres secciones pasadas. El único consenso es que que las actuales legislaciones de PI son demasiado restringidas. Tampoco existe claridad sobre las categorías empleadas por estos proponentes como «libertad», «apertura», «acceso», «información», «autoría», «propiedad», «propiedad intelectual» e incluso el mismo término de «bienes comunes».
Ante la falta de congruencia entre la teoría y práctica, y de coherencia en el discurso, en 2010 Dmytri Kleiner publicó el Manifiesto telecomunista, cuya intención es la conducción de los logros conseguidos por el software libre hacia un socialismo de izquierda. Para Kleiner (2019) la sociedad y la cultura como un mercado es un imaginario capitalista que debe eliminarse. Para ello se vale del «comunismo de riesgo»: un modelo de organización inspirado en la tipología de la red, donde la transformación social es a partir de un modelo de intercambio descentralizado y compuesto por voluntarios, lo que también llama «economía de red». Esta obra es un híbrido de diferentes ideas trabajadas por colectivos europeos de izquierda y los discursos de la ola contemporánea en pos de los BC. Por este motivo y con explícita alusión al Manifiesto comunista, Kleiner redactó un manifiesto «telecomunista».
Un supuesto central del manifiesto es que el internet no podrá ser «libre» si continúa bajo el financiamiento capitalista. Kleiner (2019) explica que el «trabajador en internet» no difiere del obrero porque no es propietario de los productos de su trabajo. Para resolver está tensión existe una postura concreta: la propiedad privada es antagónica de la libertad porque a distancia controla la producción de una persona, subyugándola al dueño de los medios de producción. Kleiner (2019) propone dos estrategias para la lucha de clases: el comunismo de riesgo y el copyfarleft. Este comunismo busca la generación de una capacidad económica que provoque un conflicto de clase y, con ello, la destrucción del sistema capitalista. Las licencias copyfarleft son el dispositivo concreto para la gestación de esta capacidad económica.
Esta propuesta problematiza la posición del mercado en los BC. Para Raymond (2016), Maynard (2010) y Lessig (2005) el mercado, como elemento central para el desarrollo de la creación intelectual, no es puesto en duda. A través de sus escritos es perceptible la preocupación por los monopolios, pero de manera explícita argumentan la necesidad del mercado para el quehacer cultural. El apego a este no es explícito en la FSF. En varios escritos Stallman (2004) habla sobre el código como una cuestión social; sin embargo las posturas políticas de este autor y la FSF hacen patente el estímulo a la comercialización del software. El código como producto de una comunidad «libre» no es necesariamente gratuito, debido a las posibilidades de venta final o de cobro por soporte técnico.
Acorde a la Free Software Foundation (2019), una licencia libre no discrimina su uso según el tipo de usuario, incluyendo a gobiernos y corporaciones. Esto permite la apropiación del trabajo de las comunidades por parte de terceros sin la obligación de contribución, siempre y cuando se respeten los términos de licencia. Aunque la pretensión de las licencias copyleft sea la «libertad» de sus usuarios, concede más libertades al uso del objeto producido que al sujeto que lo produce. El movimiento chino anti-996 es un buen ejemplo de cómo las compañías que se valen de licencias de uso al mismo tiempo explotan a sus desarrolladores de software con horarios de nueve de la mañana a nueve de la noche, seis días a la semana (Redacción BBC, 2019). Esta realidad es similar a las consecuencias de la relocalización del trabajo de compañías estadunidenses o europeas hacia India o América Latina.
Para Kleiner (2019) el copyleft no permite observar el conflicto de clases. Su principal innovación fue volver al copyright contra sí mismo. Pero no existe una oposición al «capitalismo de riesgo»: un modelo de apropiación privada de plataformas digitales cuyo valor fue producido gratuitamente por sus usuarios. Según Kleiner (2019) la pobreza tiene sus orígenes en la explotación de la clase productora, no en una falta de cultura o de acceso a la información. Por ello, el comunismo de riesgo debe operar en un ecosistema integral de bienes y servicios. Con esto, Kleiner (2019) comienza la crítica a la ola contemporánea en pos de los BC por su complicidad en la acumulación capitalista.
El juicio más duro de Kleiner (2019) es hacia Lessig y las licencias CC. Acorde al manifiesto, antes de este abogado las comunidades a favor de los BC luchaban en contra de todo régimen de PI, catalogándose como anticopyright. Sin embargo, después de él estas comunidades se han inclinado a reformarla, convirtiéndose en copyjustright. Kleiner (2019) declara que las licencias CC son una versión más elaborada del copyright. Según este autor, las CC conciben lo «libre» como libertad de consumo de las obras bajo control del creador. Estas licencias son una restricción arbitraria según las preferencias del autor, las cuales niegan los derechos del consumidor e invisibilizan la relación con los productores. En consecuencia, las CC generan un anticomún que encubre la lógica capitalista. Por un lado regresa al «mito» del pasado incorrupto del copyright y a las ideas románticas sobre la originalidad y creatividad. Por otro, da pequeñas concesiones en un «campo de juego» determinado por la falta de cuestionamiento a la propiedad privada y su personalización. En conclusión, para Kleiner (2019) el trabajo de Lessig es distante a los objetivos del anticopyright.
Sobre el copyleft Kleiner (2019) declara que es una regresión a los objetivos del anticopyright. Este supone la existencia de una Edad de Oro del copyright que en la actualidad ha decaído, por lo que viene a enmendar dicha corrupción. Sin embargo, según él, esto jamás sucedió: el copyright nunca ha beneficiado a los creadores. Segundo, su origen es el contexto hacker alrededor de las primeras universidades con acceso a internet en Estados Unidos y Europa cuyo interés es el conocimiento por sí mismo, lo que deja de lado la lucha de clases al limitarse a la producción «inmaterial». Tercero, no es incompatible con la economía capitalista e incluso su uso disminuye los costos de producción —esto explica la adopción de licencias por parte de Microsoft, Apple e IBM cuando en el pasado fueron grandes opositores— e induce al trabajo de subsistencia. En conclusión, el copyleft no impacta la distribución de la riqueza y el poder, así como su efectividad en el desarrollo de software hace patente su constitución como medio para la acumulación de capital. Se trata de un retroceso del anticopyright porque neutraliza la lucha entre el capitalismo y el comunismo de riesgo a una oposición entre PI y BC. El copyleft se orienta más a la libertad de información que a la de explotación: no ayuda a los productores culturales porque no fomenta una economía controlada por ellos.
Kleiner (2019) propone un retorno crítico al anticopyright basándose en la enseñanza dejada por el copyleft. El copyfarleft es un regreso a la «libertad» absoluta y la abolición de toda PI. Las licencias copyfarleft pretenden que los trabajadores retengan el valor de su actividad en un contexto de uso y sustracción en común. El comercio es posible pero entre agentes en contra de la explotación y en pos de una economía de trabajadores como punto intermedio para la consecución de una sociedad sin clases. La propiedad se entiende en términos comunales, la cual funciona para la llegada de la fracturación y transformación de la economía capitalista. Algunos ejemplos de licencias copyfarleft son la Licencia de Producción de Pares (Kleiner, 2012) o la Licencia Editorial Abierta y Libre (Zhenya, 2019).
Debido a la amplia utilización de categorías trabajadas por organizaciones europeas de izquierda o marxistas, un análisis sobre su coherencia teórica aún está pendiente. También es menester contrastar este discurso con su recepción y recodificación por parte de comunidades hacker de América Latina. No obstante, caben resaltar dos cuestiones sobre la crítica hecha al copyleft y copyright.
Kleiner hace patente que el punto de disputa es en torno al control de la producción a partir de las tecnologías «digitales». Si bien las creaciones intelectuales se han comprendido como PI o BC, es posible un punto de encuentro. De uno u otro extremo existe un consenso general de que la creación es propiedad, sea privada, pública o «en común», lo que disminuye su tensión. Ambas posturas están en la búsqueda de una teoría y práctica del control de la producción «intelectual»: ¿quién o qué tiene la autoridad de determinar cómo se desarrolla software, cómo se compone música, cómo se filman películas, cómo se publican textos, cómo se genera conocimiento y, en general, cómo se hace cultura? Las teorías de la PI y la ola contemporánea en pos de los BC permiten interpretarse como dos tendencias dentro de la producción cultural, como ya señalaba Barron (2012). Pero ¿qué tal si son «síntomas» de un fenómeno más complejo al desfase entre la legislación y las nuevas técnicas de producción?
Por otro lado, la producción es el aspecto que más relevancia ha tenido en esta «guerra». La infraestructura cultural actual no solo recae en la creación constante de nuevos productos. Aún faltan más estudios sobre la dependencia de la PI y los BC a la reproducción constante de mercancías para la proliferación de sus respectivos valores. Los costos humanos y económicos para la manutención de esta infraestructura es equiparable al precio que se paga para la generación de nuevos objetos, incluyendo textos. Un ejemplo es el salario del cuerpo académico. Por un lado el docente es responsable de la reproducción del conocimiento y la universidad a través de la enseñanza, el apoyo a la conclusión de estudios del alumnado o la realización de diversas actividades académicas, como congresos o coloquios. Por el otro, está obligado a producir conocimiento a través de la redacción de artículos, capítulos de libros, ponencias o libros a tal ritmo que incluso se conoce con la frase «publica o muere». Causa sospecha la relevancia que ambos «bandos» han prestado a la productividad intelectual, cuando su ritmo ha sobrepasado su capacidad y sus intereses han sido subordinados a fines políticos o económicos ajenos al quehacer cultural.
12. En la búsqueda de una definición
Una crítica común a la PI por parte de quienes apoyan a los BC es su acaparación de legislaciones no equiparables entre sí, lo que provoca ambigüedad y, por ende, una dificultad en la gestión de la creación intelectual. Sin embargo, las últimas cinco secciones exhibieron que los «bienes comunes» y la «libertad» promulgadas por el anticopyright, copyjustright, copyleft y copyfarleft están supuestos en el discurso. Otro impedimento es la carencia de una delimitación clara sobre la crítica a la propiedad. En varios de los casos existe una sinonimia entre «propiedad», «propiedad privada» y «propiedad intelectual». Si bien las teorías de la PI actuales la suponen como «propiedad privada», esto no cierra la posibilidad de una teoría que se refiera a «propiedad pública» o a «propiedad en común». Además, el término «bienes comunes» en muchos casos se usa como sinónimo de alguna clase de propiedad.
Según Hughes (1988) la PI puede entenderse como «bien común potencial». Para Epstein (2009) la PI robusta es un «anticomún». Los BC se entienden como consecuencia de la expiración de la PI (Hughes, 1988) o como el punto de partida «en común» que permite el surgimiento positivo de la propiedad, según la teoría laborista (Moore, 2012), lo que sugiere que estos se comprenden a partir de su nexo con la PI y viceversa. A continuación se expone un marco que permite observar sus relaciones a partir de los «anticomunes», «bienes no-comunes», y «bienes comunes».
Los «anticomunes» son creaciones intelectuales cuyo costo o configuración jurídica restringe su acceso. Aquí se encuentra la «PI robustecida». El crecimiento cuantitativo y cualitativo de la protección a la PI genera un aumento en los costos de transacción para su acceso hasta ser inaccesibles para la mayoría de la población. Los teóricos de la PI y los autores a favor de los BC revisados aquí asienten en que este engrosamiento agrava el problema sobre el control que deberían tener los creadores y distribuidores sobre los bienes culturales. Un ejemplo son las patentes o los derechos de autor cuyo precio impiden su reproducción, como la implementación de una tecnología o la cesión de derechos para la traducción o reedición de obras. Otro ejemplo son los eventos culturales que por sus costos es imposible la asistencia de la mayoría de la población. También yacen aquí las «PI secreta» y «PI indefinida». Un ejemplo del primero son los secretos comerciales que por contrato se impide su difusión pública. El último caso son las legislaciones que no establecen un plazo de vencimiento o que permiten su renovación ilimitada como son los derechos morales, las denominaciones de origen y las marcas. El «anticomún» no es una categoría estática, sino relativa al poder adquisitivo o las formas jurídicas. En América Latina el pago mensual por software propietario no es tan viable a diferencia de Estados Unidos o Europa, lo que incentiva la piratería. En México los derechos morales son inalienables mientras que en Canadá son renunciables.
Los «bienes no-comunes» suponen la posibilidad de acceso con una transacción asequible o sin un intercambio económico o petición de uso, pero su control está en dominio del creador, el distribuidor o un propietario. Aquí se coloca la «PI no prohibitiva», cuyo costo es asequible para una buena porción de la población. Ejemplos son los eventos culturales de bajo costo como la muestra de la Cineteca Nacional, los espectáculos callejeros de cooperación voluntaria, las campañas de fomento a la lectura que regalan libros y cualquier evento o producto intelectual subsidiado. La «propiedad pública» es otra forma de bien no-común. Su gestión corre a cargo del Estado en supuesto beneficio para sus comunidades. No es un bien común porque requiere la autorización o el pago al Estado, a modo de cuotas o impuestos, para su acceso. La disponibilidad del acervo de museos, archivos o universidades, así como el acceso a eventos culturales gubernamentales, son unos ejemplos. Por último, la «PI descatalogada» es un bien cultural que no se encuentra disponible en ningún comercio ni archivo o biblioteca públicas, lo que imposibilita su acceso, al menos que un propietario lo permita. La digitalización de obras localizadas en bibliotecas privadas es un caso.
Del otro extremo están los «bienes comunes», la «propiedad (en) común» es un sinónimo si se comparte el supuesto de que la creación es propiedad. El acceso a estos bienes no está determinado por costos de transacción o por el control exclusivo de sus creadores. Esto no excluye que su acceso esté limitado a la infraestructura cultural o a cuestiones geopolíticas. Este espectro abarca varios tipos de propiedad que no son tratados como propiedad privada ni pública.
La forma más común es el «dominio público», el cual no es propiedad pública porque no son bienes en manos del Estado, sino que este vela para su efectivo traslado de la PI a los BC. Ejemplos en México tenemos toda obra literaria o artística de creadores que fallecieron al menos hace cien años, como los poemas de Sor Juana Inés de la Cruz o, en el caso más contemporáneo, los textos de Amado Nervo. Esto evidencia que este dominio, al igual que la PI, debe su existencia al Estado. Por las instituciones gubernamentales los creadores tienen la autorización de ejercer un monopolio temporal sobre su creación. A su término, estas tienen la obligación de migrarlas al dominio público para su expansión, al mismo tiempo que consolida la presencia del Estado. En este sentido se entiende porque Hughes (1988) ve los BC como consecuencia de la expiración de la PI, ya que los reduce al dominio público hasta el punto de catalogar la PI como «bien común potencial».
La lucha del anticopyright llama a la violación de las restricciones impuestas a las creaciones intelectuales. Así que otras propiedades insertas en los BC es el conjunto de la «PI en disputa». Su ubicación en este espectro está definida por el uso y no por la autorización de la legislación vigente, donde al menos existen dos tipos: la huérfana y la donada.
En la «PI huérfana» la creación intelectual aún no está en dominio público pero no es posible la localización del titular de sus derechos. Este fenómeno es recurrente en los derechos de autor, ya que la extensión de su protección abarca por lo menos cincuenta años para los países firmantes del Convenio de Berna (OMPI, 1971), aunque la mayoría de los Estados signatarios han establecido una duración mínima de setenta años o en los casos más extremos, como el mexicano, de cien. Una diferencia de veinte o veinticinco años implica la herencia de la titularidad a la generación siguiente. La protección por cincuenta años hace que los derechos sean transmitidos del autor a sus nietos; una de setenta años, a los bisnietos y una de cien, a sus tataranietos. Con el fin de dejar un medio de sustento se justificó la extensión post mortem de los derechos de autor (Baldwin, 2014). Al buscar el permiso para la reproducción de la obra cada vez es más común el desconocimiento del titular de los derechos. Ante esta limitante, ciertas personas o instituciones la utilizan como si estuviese en dominio público, aunque legalmente sigue bajo protección. Diversos gobiernos han empezado a solventar este problema al emitir legislaciones que facilitan su uso, como la Unión Europea, Inglaterra y Australia (Viollier, 2017). La European Union Intellectual Property Office (2019) cuenta con una base de datos al respecto disponible para su consulta pública.
La «PI donada» es una creación intelectual disponible que no está en dominio público pero cuyo titular ha consentido en su uso gratuito. Las obras con licencias libres o abiertas son un ejemplo, estas tienen derechos de PI, aunque permiten su utilización no exclusiva. Un área gris de estas licencias es la ausencia de legislación que determine su perpetuidad o caducidad. Esto permite que con el tiempo el titular de los derechos opte por una gestión tradicional, como suele suceder entre los herederos que no siguen la voluntad del autor de poner su obra en disposición pública. Otro ejemplo serían las obras sin mención explícita de derechos reservados o licencias. Debido a esta falta de legislación o la ambigüedad en cuanto a las posibilidades de uso, la PI donada carece de certeza jurídica en vida y post mortem (Zhenya, 2017).
Estos tipos de propiedad no son homogéneos y su categorización es conflictiva. Los BC como punto de partida o consecuencia legal de la dilución de la PI simplifica la flexibilidad y la complejidad del «campo de guerra» en el que «combaten» los simpatizantes de la PI y los BC. Además, la insistencia en que los BC son la solución a las dificultades generadas por las legislaciones de la PI, o el ecosistema ha defender de su constreñimiento, invisibiliza los múltiples encuentros entre estos «bandos». La constitución de la creación intelectual como propiedad no es un traslado sencillo ni directo. Este esquema intenta mostrar que la falta de delimitación de conceptos es común en las teorías de la PI y las críticas de los BC, lo que demuestra la necesidad de un ejercicio teórico que busque una comprensión más amplia de este problema.
Los consensos entre ambos «bandos» son en (1) la creación intelectual a modo de propiedad, (2) el uso, disponibilidad y reproducibilidad como las características más relevantes de la creación y (3) un terreno en disputa que comprende dos polos: la PI y los BC. Además, sin mención expresa y en detrimento de las intenciones del copyfarleft, esta configuración permite la acumulación de capital y sostiene la relevancia de la autoría, sea para su custodia, reniego o donación al «bien común».
¿Por qué la «lógica capitalista» siempre parece beneficiarse del robustecimiento o mantenimiento de las legislaciones, la defensa al libre mercado del código abierto o la cultura libre, el apoyo al acceso abierto del conocimiento, la precariedad de las comunidades hackers y de activistas en resistencia o la prolongación de la explotación laboral denunciada por el movimiento anti-996? ¿Por qué la autoría, la atribución y otras categorías no están bajo disputa entre ambos «bandos»? ¿Cabe la posibilidad de plantear alternativas por medio de una crítica a sus puntos de encuentro?
Puntos de encuentro
13. Del problema de la interpretación al de la teorización
La justificación de la PI a través de Locke, Kant y Hegel o a partir de teorías utilitaristas demuestran un interés de dar fundamentos filosóficos. Sin embargo, como ha podido observarse en las secciones 1–6, existen una serie de inconvenientes en el empleo de cada uno de estos filósofos.
La primera dificultad es la fragmentación teórica con el fin de justificar la PI. La teoría de la propiedad de Locke no fue elaborada para defender la propiedad intangible: su objetivo fue el paso del derecho natural al derecho positivo de la tangible propiedad privada. Elaboraciones posteriores han interpretado la teoría lockeana para justificar la PI, como se mencionó en la sección 5, sin importar que Locke no creyera que el régimen de la propiedad fuera aplicable al trabajo intelectual (Baldwin, 2014). Este traslado genera una visión individualista basada en la «cultura del esfuerzo». Sin embargo, su efectivo cumplimiento se da a través de instituciones estatales, cuyos principales beneficiarios —en cuanto acumulación de capital y ampliación de la capacidad jurídica— no son los creadores, sino las instituciones o las empresas que por medio del contrato de obras por encargo o del uso de los bienes de las «economías del regalo» aseguran la titularidad de los derechos o disminuyen sus costos de producción a la par que mantienen o aumentan sus precios de distribución.
La fragmentación de las teorías kantianas o hegelianas se da por un uso que no toma en cuenta sus objetivos o consecuencias. Ambos autores se preocuparon por la propiedad literaria y su lugar dentro de sus filosofías. En Kant hay una defensa al escritor donde su creación no es asimilada como propiedad. Esta es la voz del autor por lo que deviene en el derecho a la libertad de expresión. Para Hegel la propiedad forma parte de una dialéctica allende al individuo. El objetivo no fue su defensa a perpetuidad, sino su protección para determinado momento histórico. En la sección 4 se vio que ulteriores interpretaciones de Kant o Hegel defienden el trabajo del autor como propiedad perenne. Una consecuencia fue la constitución de los derechos morales, los cuales defienden la creación literaria como propiedad inalienable y cuya génesis se sitúa en las discusiones decimonónicas de juristas franceses y alemanes (Baldwin, 2014). Con el Convenio de Berna estas legislaciones se implementaron en el resto del mundo y hoy en día están presentes, por ejemplo, en la Estados Unidos Mexicanos (1996) del Estado mexicano.
La teoría progresista sigue fines socioeconómicos: la generación de la mayor utilidad posible. En la sección 3 se indicó la manera en como las interpretaciones de teorías generales utilitaristas fundamentan el caso particular de los derechos de PI. A pesar de que estas teorías protegen la creación intelectual, se tiene el efecto de trasladar gran parte de la plusvalía del creador al distribuidor de bienes culturales.
El uso de Locke, Kant y Hegel puede considerarse fragmentario y equívoco por sus condiciones —la decisión sobre las partes a considerar— y sus resultados —el carácter ecléctico o el uso forzado de estos filósofos—, pero también muestra un problema teórico de fondo. Las teorías de la PI de manera intencional redujeron sus fundamentos filosóficos a fragmentos —por lo general descontextualizados— de un puñado de filósofos europeos modernos, al mismo tiempo que sus suposiciones distan de los supuestos teóricos de las filosofías empleadas. Aún están pendientes más análisis al respecto.
Un problema similar se percibe entre los críticos de la PI que apuestan por los BC, los cuales se analizaron en las secciones 7–12. La dificultad teórica es más notoria, no por su carencia de rigurosidad, sino por el poco de interés en legitimar el discurso a partir de autoridades filosóficas que forman parte del canon occidental. Algunos inconvenientes son la ambigüedad en la extensión y definición de los BC; la falta de consenso en la oposición a la PI, como es patente en las posturas del anticopyright, copyjustright, copyleft y copyfarleft, y la crítica insuficiente en torno a ciertas categorías fundamentales para sus argumentos como los conceptos de «autoría», «libertad», «apertura», «acceso», «atribución», «apropiación» u «originalidad».
Una explicación para estas dificultades va en torno a la búsqueda de autonomía de cada organización o persona. En este ecosistema se defiende la diferencia como estrategia para dar diversidad y fuerza al movimiento en pos de los BC. Pese a que en el discurso varios actores se opongan y distancien, su activismo destaca por la cohesión, aunque por lo general se establezcan alianzas para organizar campañas o eventos en lugar de planear estrategias a largo plazo. Esto puede considerarse un fenómeno sociopolítico. Sin embargo, la ausencia de teorías consistentes o de reflexiones que cuestionen los cimientos de sus discursos retraen las posibilidades para los modelos económicos y políticos alternativos que anhela este espectro del quehacer cultural.
Según Hall (2016), estos problemas teóricos tienen sus raíces en el desafío que se hace a la «dictadura» de lo humano que pretende enfatizar lo no-humano, poshumano o posantropocéntrico. No obstante, sus discursos y las políticas de su producción cultural tienden, por un lado, a apoyarse en dispositivos jurídicos que alimentan el modelo neoliberal de «emprendurismo académico». Por el otro, se valen de la tradición del «humanismo liberal», por ejemplo, la importancia a la autoría, la excelencia del libro como soporte, el anhelo de originalidad fomentado a cada paso o la fijeza del producto elaborado por el quehacer humanístico. A este respecto, también se pueden añadir otros dos casos: el hábito del lector de humanidades de ir del autor a la obra y el empleo de etimologías para resignificar o acotar conceptos centrales.
La poca rigurosidad en el empleo de fragmentos escritos por Locke, Kant y Hegel es un problema. Sin embargo, su señalamiento corre el peligro de desviar la atención hacia los usos legítimos según determinadas reglas hermenéuticas o del discurso, en lugar de cuestionar los argumentos articulados por los teóricos de la PI. Estos han centrado su fundamentación bajo los ideales de una modernidad occidental, pese a que el mayor beneficio no han sido para los creadores o su «liberación». Entonces, ¿será que no es posible fundar la PI afuera de esta modernidad?
Al mismo tiempo, existen categorías que no están en el centro de la disputa y en cuya omisión son perceptibles ciertas semejanzas. Esta tensión sugiere que el problema teórico de fondo es la tentación de teorías culturales distantes a la modernidad o lo humano. ¿Cómo serían posibles? Se trata de una dificultad que se despliega al tener, por un lado, las autodenominadas teorías de la PI y su incapacidad de ir allende a la modernidad occidental y, por el otro, los discursos en pos de los BC y su recurrencia paradójica a las formas humanísticas que pretenden minorizar o negar.
14. El pacto para una alianza ¿tripartita?
El problema en la fundamentación de la PI parece tener sus raíces en problemas de mayor envergadura, motivo por el cual existe cierta falta de claridad sobre la pretensión de distintas personas en justificarla o rechazarla, como ha sido perceptible en esta investigación, principalmente en las secciones 3–5 y 6–11. Las diferencias entre los teóricos de la PI y los defensores de los BC analizados son perceptibles. Sin embargo, también son visibles ciertos paralelismos. Por ejemplo, en ambos «bandos» muchas veces hay una renuencia a cuestionar si la autoría es relevante según las posibilidades de gestión de derechos y las capacidades técnicas de producción, reproducción, distribución y conservación (PRDC) de bienes culturales. El cuestionamiento fundamental no es si la autoría debe o puede tener un papel menos relevante en el quehacer cultural, sino por qué esta se concibe como indispensable para esta actividad.
Otra similitud es el reduccionismo jurídico. El debate sobre el quehacer cultural ha delimitado la PRDC a una cuestión de derecho según las legislaciones vigentes o las licencias de uso avaladas por una entidad estatal o por organizaciones con capacidad operativa a nivel global, como la FSF, la OSI o CC. En otros términos, el producto cultural, como un libro, se constituye en contrato: un objeto de naturaleza jurídica dentro de un campo de acción cuyos actores lo suponen desde un raigambre cultural o político y, después, con un carácter jurídico-legislativo.
Una semejanza adicional es el fetichismo de la mercancía. En las teorías de la PI examinadas hay un interés por el producto y la economía que fomenta, además de la conservación de la productividad. La disputa es sobre quién custodia los derechos y la plusvalía de la PRDC y hasta qué punto deben ser regulados por el Estado a través de las garantías ofrecidas en el contrato o por medio de su consecuente traslado al dominio público. Esto supone una dependencia de la economía del quehacer cultural hacia la constante producción de bienes, siendo necesario afinar los mecanismos para incentivar, recompensar o compensar el trabajo hecho por productores y reproductores.
Entre los actores a favor de los BC el producto por lo general hace patente posturas políticas e ideales respecto a la sustentabilidad del quehacer cultural. Se trata de una «economía del regalo» que tiende a invisibilizar la precariedad económica, el exceso de trabajo de mantenimiento —muchas veces llevado a cabo por mujeres— y la necesidad de dobles jornadas laborales, además del estrés, las decaídas anímicas y el desgaste físico que conllevan. La organización y atención se dedican al cuidado del producto, no tanto en su materialidad, sino en su significado político y pedagógico —las enseñanzas para otras formas de organización—. Semejante objeto puede ser un soporte concreto, como un libro, una pieza artística o un programa de cómputo, o un espacio, como hackerspaces o cooperativas, o bien, el tiempo necesario para eventos o talleres.
Una afinidad emparentada a la anterior es la percepción de que la producción es propiedad. Para los teóricos de la PI citados es una propiedad privada intangible que al paso de los años el Estado la transforma en propiedad pública. Para los defensores de los BC es una propiedad en común desde su concepción. Aunque de manera reciente se han empezado a percibir con ausencia de lo «propio»; es decir, estos dejan de pertenecerle a todos, para ser de nadie (Hall, 2016).
Estas similitudes requieren un análisis filosófico que va más allá de esta investigación. Sin embargo, estas semejanzas dan pie a pensar en pactos velados e inconscientes, pese a la autoconcepción de un estado de «guerra». Ninguno de los «bandos» cuestiona con profundidad la relevancia del autor, el contrato y el producto. Una manera de comprender este fenómeno por medio de la bibliografía consultada es la idea en común de un «marco teórico» que pretende explicar la PRDC de los productos culturales.
La PRDC de los bienes culturales se ha configurado en tres esferas. Una es la del creador que, mediante una relación de parentesco, considera los productos de su actividad como creación de su propiedad. El parentesco se da a partir de la erotización de la apropiación (Schroeder, 1998) —acto que «da a luz»— o de su romantización (Baldwin, 2014) —creación ex nihilo—: concepciones metafísicas respecto a la producción. Esto se considera la manera de hacer cultura, aunque en realidad sea una simplificación o distorsión de la producción cultural (Benjamin, 2016; Foucault, 1999). Esta capacidad creativa única e irrepetible, y los tiempos necesarios para su ejercicio, son las principales defensas para salvaguardarla. Históricamente las primeras personas «creadoras» fueron las dedicadas a la escritura, con el tiempo se incluyeron a artistas e inventores, así como hubo actividades cuya creatividad se cuestionó, por ejemplo, la labor de traductores e intérpretes (Baldwin, 2014).
Por otro lado, la esfera del distribuidor en general tiene tres objetivos garantizados por el contrato. Primero, produce un soporte para el trabajo del creador según las capacidades técnicas y las normas de presentación ad hoc a las expectativas de cada disciplina. Este puede ser un libro, un archivo digital, un concierto o cualquier otro dispositivo que da soporte a la divulgación pública de la obra. Segundo, determina las posibilidades legales de su reproducción y, por último, delimita los mecanismos y alcances de la distribución. La cantidad de recursos humanos, económicos y políticos para cumplir estos objetivos es el argumento más relevante para la conservación de esta esfera. Vale la pena una matización: hay una tendencia a la división del trabajo. Por un lado están los reproductores, como los productores de música o de películas, las compañías de videojuegos o las editoriales, cuyos objetivos es la transformación de lo creado en un producto reproducible y usable para el público. Además, hay una subespecialización entre los que diseñan y los que manufacturan, por ejemplo, el editor y el impresor. Por el otro lado están los agentes que colocan el producto en el mercado, como los distribuidores de libros, de música o de películas o las plataformas de venta como Google Play, Amazon, App Store o Steam.
La última esfera es la del «público» que ejerce por lo menos dos funciones. Primero, mediante el consumo o la donación alimenta esta economía cultural, aunque su accesibilidad quede restringida a los usos permitidos por las otras esferas. Segundo, esta esfera visibiliza o entierra proyectos culturales a través de la crítica.
Cada esfera consiste en actores con diferentes funciones que hacen del quehacer cultural una economía basada en la oferta y la demanda. En este contexto existen varias propuestas, tanto de teóricos de la PI como de quienes apoyan los BC, que se han mencionado en las primeras doce secciones. Por ejemplo, leyes que acoten la esfera del distribuidor, como las reformas pretendidas por el copyjustright. Su contraparte es el cabildeo de dicha esfera para implementar cambios a favor de sus intereses, como el robustecimiento de la PI.
Otra sugerencia es ampliar la esfera pública. En gran medida los movimientos del copyleft y copyfarleft han apostado por el incremento de las libertades de uso para el público. El copyleft supone que la industria encontrará la manera de adecuarse a esta amplificación. El copyfarleft pretende que esto produzca una economía no capitalista que se centre en los productores y en sus necesidades de subsistencia y organización. El polo opuesto es la preocupación de que esto mine la democracia y la libre expresión en un contexto donde la esfera pública es fácil de persuadir, como el caso de Cambridge Analytica.
Por último, la esfera creativa ha impulsado políticas que favorezcan sus intereses. Este fenómeno es paradójico. Los creadores, los teóricos de la PI y los defensores de los BC han resaltado la precariedad en el que viven la mayoría de los creadores, aunque sean la fuerza de trabajo para la generación de plusvalía —como el «cognitariado» de Berardi (2003)—. Por ello, deberían tener un mayor control sobre su obra o la plusvalía tendría que repartirse de manera más equitativa. Sin embargo, este impulso por lo general beneficia a las instituciones responsables de esta insuficiencia. Se hace hincapié en el producto o en la riqueza que genera, pero no en la infraestructura industrial necesaria que yace en manos del distribuidor.
Entre ambos «bandos» de esta «guerra» no se encontraron motivos que justifiquen la omisión de otra esfera: el Estado. A través de las legislaciones de la PI este garantiza la labor creativa como una producción íntima de propiedad. Por el contrato las instituciones estatales respaldan las relaciones comerciales entre creadores y distribuidores para la «apertura» pública de la creación. Por último, esta esfera avala las posibilidades de uso justo de la PI, desde el establecimiento de normas comerciales —como el precio único en los libros o las leyes antimonopolio—, pasando por excepciones jurídicas —como el uso sin autorización para fines de investigación o de educación, o para ampliar la distribución a comunidades vulnerables—, hasta el compromiso de velar por el uso legal del dominio público.
Esta esfera arbitra al resto y en su camino fortalece su presencia en el quehacer cultural. No es un mero nexo entre las esferas que son el centro reflexivo de los teóricos o los críticos expuestos en esta investigación. Los subsidios o los impuestos son los mecanismos más evidentes para incrementar la influencia estatal en la PRDC. Sin embargo, la génesis del copyright permite ver otras formas en como las instituciones del Estado se fortalecen mediante los derechos de PI al mismo tiempo que constituyen las posibilidades de acción de estas esferas. Por ello es lícito describirla con brevedad, ya que permite cuestionar este marco teórico conformado por esferas.
15. El surgimiento de las esferas del distribuidor y del público
El quehacer cultural delimitado por las esferas del creador, el distribuidor, el público y el Estado es un supuesto «marco teórico» compartido por los defensores y los críticos a la PI, como se explicó en la sección pasada. Un punto de partida analítico es posible a partir de un breve recorrido por la historia del copyright. Acorde a Loewenstein (2002), el Estatuto de la Reina Ana tiene sus antecedentes en el cabildeo de la Honorable Compañía de Impresores y Periódicos —una organización de gremios dedicados a la producción de libros en Londres— para tener derecho de las obras a perpetuidad. Según esta, el pago a los escritores implicaba la alienación de su propiedad. La exigencia de la Compañía era porque impresores escoceses reproducían sus ediciones sin consentimiento (Baldwin, 2014). Para los londinenses esta empresa era ilegal, desleal y contraproducente a la industria debido a la «mala» calidad y la falta de regulación (Loewenstein, 2002). Es decir, el copyright surge de una disputa entre impresores mediada por el Estado.
El monopolio del mercado libresco en el mundo anglosajón era permitido para la Compañía por la Corona inglesa desde el siglo XVI como control industrial y comercial de las publicaciones (Loewenstein, 2002). Sin embargo, en el siglo XVII esta regulación cayó en desuso hasta que a principios del siglo XVIII la Cámara de los Comunes, con un fuerte carácter antimonopólico e independentista, rechazó este privilegio (Loewenstein, 2002). Así nacieron las leyes de copyright —el estatuto tiene el nombre de la monarca en turno—. Negar este monopolio disminuyó el poder de los impresores londinenses, restringió facultades de la Corona respecto al comercio y legitimó la función política y jurídica de la Cámara de los Comunes.
Los bajos precios de los impresores escoceses les permitió competir contra la Compañía y les facilitó llegar a un nuevo mercado: Estados Unidos. La infraestructura de este nuevo Estado no daba abasto a sus lectores, por lo que su alfabetización se dio a partir de estos impresores hasta que existieron las condiciones para el abastecimiento local (Baldwin, 2014). En este proceso, Estados Unidos readaptó el Estatuto de la Reina Ana para sus leyes de copyright. Así protegía su industria de los escoceses, quienes habían comenzado a piratear ediciones estadunidenses (Loewenstein, 2002; Baldwin, 2014).
En Francia la situación fue similar a la de Reino Unido. El privilegio real fue concedido a los impresores parisinos en contra de la pujante industria de Lyon que, entre sus actividades, reproducían sus ediciones (Baldwin, 2014). Sin importar la oposición de ciertos escritores, como Proudhon (1862), en la Francia del siglo XVIII se implementó una legislación similar al copyright: los derechos de autor. Entre los países europeos, el caso alemán fue el más tardío debido a la fragmentación y descentralización de su organización política (Baldwin, 2014). Después de Francia, Alemania promulgaría derechos de autor. Hasta aquí las legislaciones de Reino Unido, Estados Unidos, Francia y Alemania no presentaban grandes divergencias (Baldwin, 2014). Durante el siglo XIX se dará un distanciamiento entre el copyright y los derechos de autor, cuyas diferencias se mencionaron en la sección 4.
Desde el siglo XVI los reinos de España y Portugal fomentaron el monopolio en la PRDC de libros a partir de impresores autorizados (Lafaye, 2002). A diferencia del mundo anglosajón, galo o germánico, el control y la censura real continuó hasta el siglo XIX. Pero como Lafaye (2002) informa, pese a su constante presencia, principalmente a través de la Inquisición, en estos reinos se imprimieron obras censuradas, apócrifas o piratas. Las autoridades, en cohecho con libreros e impresores no autorizados o por negligencia o disimulación, permitieron este mercado negro. En el mundo hispanohablante hubo una carencia de adaptación jurídica a las nuevas posibilidades técnicas de reproducción de textos. En parte esto explica por qué los derechos de autor en Hispania y América Latina son reformulaciones de leyes elaboradas en Reino Unido, Estados Unidos, Francia y Alemania.
Entonces, antes del siglo XIX se tienen legislaciones en torno a los impresos muy similares entre los países europeos que migraron de las formas jurídicas monárquicas. Las leyes de copyright inglesas son relevantes porque detonarán legislaciones entre estas naciones. Pero ¿qué tiene que ver con las tres esferas que han funcionado como marco teórico para las teorías de la PI y las críticas en pos de los BC expuestas en esta investigación?
El traslado de privilegios reales a legislaciones estatales generó una reacción en cadena que configuró las esferas contemporáneas del público, el distribuidor y el creador. La esfera pública de bienes culturales carecía de forma jurídica definida. Su constitución era a partir del comercio entre libreros y ropavejeros con determinados sectores de la población (Lafaye, 2002). Este «público» no incluía a campesinos, obreros, mujeres o niños: su incorporación es un proceso posterior y paulatino (Bonfil et al., 2001). Además, las leyes permitieron una regularización a la pujante industria de los libros. Antes de ello, la reproducción de textos rara vez se detenía ante concesiones jurídicas, pese a los peligros que implicaba (Lafaye, 2002). La adecuación entre las técnicas de reproducción y los marcos jurídicos comenzó en este traslado. Por otro lado, el creador era parte de la esfera del impresor, donde se le pagaba o daba un dote para realizar su trabajo. En términos actuales, el autor era quien realizaba una obra por encargo. Además, cabe resaltar que la publicación de autores vivos no eclesiásticos —por doctrina el sirviente de la Iglesia no podía reclamar autoría— era menor a la de autores muertos (Lafaye, 2002), por lo que la apropiación del texto empezó a ser una disputa cuando aumentó la cantidad de autor vivos.
Por este motivo, Loewenstein (2002) y Chartier (1999) critican algunas inexactitudes en ¿Qué es un autor? de Foucault. Acorde a Loewenstein (2002), cuando el escritor publicaba con un impresor autorizado o el libro no se consideraba blasfemo, la apropiación penal que menciona Foucault no existía. La atribución no implicaba apropiación ni censura, así como antes del Estatuto no hay evidencia clara donde la atribución de un texto conlleve su apropiación. Loewenstein (2002) desea resaltar que el surgimiento de la autoría como positividad e individualización del escritor tiene que contemplar la historia del desarrollo tecnológico, económico y jurídico en torno al libro, la imprenta y el mercado capitalista. Por ello, los orígenes de la autoría no son reducibles a la apropiación penal debido a la presencia de la apropiación comercial por parte de libreros e impresores.
Para Chartier (1999), Foucault se equivoca en la datación del autor como propietario a finales del siglo XVIII. La autoría contemporánea surge a principios de ese siglo en Reino Unido por el Estatuto de la Reina Ana. Esto no desecha la «función-autor» elaborada por Foucault, sino que la depura y retrotrae la individualización y la valoración positiva del escritor como propietario a la exigencia de la Compañía y al Estatuto que hubo en consecuencia. Es decir, el autor contemporáneo se originó a partir de una disputa entre impresores y una institución estatal y no en una función transgresiva del discurso del escritor.
La Compañía pretendía una legislación que les concediera derechos a perpetuidad sobre obras literarias. Se defendió el derecho del escritor sobre su trabajo —siguiendo muy de cerca la teoría de la propiedad de Locke, explicada en la sección 5— para argumentar la cesión a perpetuidad (Baldwin, 2014). Así como un granjero es propietario de sus cultivos, el escritor lo es de sus obras, porque en ambos casos se trata de productos del esfuerzo. Pero así como el granjero pierde los derechos sobre su producción debido a la venta, el autor los cede por la compensación económica del librero o impresor. Es decir, la obra es por completo alienada al ser vendida. Esto encendió la alerta roja en la Cámara de los Comunes. Esta concesión le daba más poder a la Compañía porque extrapolaba un privilegio real dentro de un nuevo contexto jurídico en el cual la Cámara se jugaba su legitimidad como institución independiente a la monarquía.
La Cámara interpretó la disputa entre impresores londinenses y escoceses como una lucha por el control de la PRDC de libros en la que el Estado debía intervenir. Por este motivo, la propuesta original de la Compañía sufrió una pequeña modificación. En efecto los impresores tenían derecho sobre las obras que pagaban, pero este no sería perpetuo, sino que duraría catorce años después de la publicación, además de requerir de un registro para avalarlo.
Esta pequeña modificación tuvo una serie de consecuencias. La más inmediata fue la oposición de la Compañía al Estatuto de la Reina Ana. Durante varios años existió una discusión entre políticos e impresores, cuya consecuencia fue una extensión adicional de catorce años (Loewenstein, 2002; Baldwin, 2014). Desde el siglo XVIII se tiene un constante vaivén de modificaciones cuantitativas y cualitativas al copyright y los derechos de autor que, en la actualidad, han llevado a una protección inherente de por lo menos setenta años después de la muerte del autor.
Los cambios en la legislación de la PI han sido impulsados para el beneficio de la esfera del distribuidor a través de un diálogo con instituciones estatales y en ocasiones con la complicidad de gremios de escritores —como el caso francés (Proudhon, 1862)—. El traslado de un privilegio a una legislación en un primer momento afectó los intereses comerciales de ciertos impresores. De ahí y hasta el siglo XIX la historia del copyright y de los derechos de autor consiste en disputas para revertir y reconfigurar las formas jurídicas que controlan la PRDC a favor de los distribuidores. Después del siglo XIX estas legislaciones dejarán de afectarlo, de manera similar a como los privilegios reales beneficiaron sus intereses. Así como los avances tecnológicos desafiaron la organización del trabajo protegida por privilegios reales, en el siglo XX las nuevas tecnologías digitales de reproducción otra vez ponen bajo disputa el control reganado por esta esfera.
Otra consecuencia fue la constitución del dominio público. El Estatuo aseguró la existencia de los commons para la producción literaria. El paso de un privilegio a una legislación implicó un traslado de un monopolio garantizado por la Corona a uno artificial avalado por el Estado. La artificialidad consiste en la limitación dada al copyright. El Estatuto permitió que en un determinado momento la obra pase a formar parte de los BC. Esta pequeña modificación dotó de forma jurídica a los commons intangibles y la esfera «pública» en la que descansan.
No obstante, el beneficio económico se reduce al sector de la población que cuenta con la infraestructura industrial para el reuso del material dispuesto en el dominio público. El distribuidor es quien tiene la capacidad de PRDC de textos, imágenes, audio o video. Los BC, en su sentido jurídico, surgen de una limitación impuesta y controlada por el Estado hacia los distribuidores. Sin embargo, estas nuevas formas jurídicas terminan por ser rentables para el distribuidor, sea como titular de derechos o como usuario de los commons, para la generación de más PI; por ejemplo, el uso de historias en dominio público o la compra de franquicias que Disney lleva a cabo. Un fenómeno similar se da en las licencias de uso. La flexibilidad hecha al copyright y a los derechos de autor a través del uso de licencias no ha sido por una negociación directa entre distribuidores, creadores y el público, sino por una relación mediada por instituciones gubernamentales.
En la búsqueda de dar mayores derechos al público se tienden a obviar dos asimetrías. Por un lado, un «público» sin capacidad de producción queda reducido a quienes cuentan con la infraestructura afín. En un contexto donde el «público» carece de medios para la PRDC, la defensa a sus derechos de acceso por lo general también resguardan los derechos del distribuidor. Por otro lado, el «público» no es homogéneo. Las esferas no limitan la posibilidad de acción de los sujetos que las conforman. En varios casos hay actores que son creadores, distribuidores o parte del público. Quien cuenta con el interés, iniciativa y capacidad de diálogo con el Estado —para engrosar, reformar o suprimir legislaciones— muchas veces son el «público» que forma parte de otras esferas. La concepción de lo «público», aunque potente y flexible, tiende a ser un reflejo en el que se cobijan autores y distribuidores para la protección de sus intereses de PRDC. Esta defensa requiere de estrategias para la generación de infraestructura y así garantizar que la esfera pública no quede reducida.
La esfera estatal surge como figura relevante para el surgimiento de la PI y sus transformaciones. Sin sus funciones mediadoras no sería posible las modificaciones legislativas de los derechos de PI. Tampoco existiría la conformación de la producción cultural como un marco según tripartita. Las formas jurídicas que surgieron del Estatuto, y para la protección de la PRDC de libros, limitó, delimitó y, por último, fortaleció a la esfera del distribuidor, así como generó una esfera «pública» a la que apela el discurso de creadores y reproductores. Es decir, al menos en sus formas jurídicas y en sus desafíos actuales no hay PI o BC sin la mediación de una cuarta esfera: las instituciones del Estado.
Una consecuencia es que una teoría de la PRDC de los bienes culturales debe tomar en cuenta la batalla entre la PI y los BC. Pero su fuerza argumentativa corre peligro si no se toman en cuenta las características técnicas que envuelven al quehacer cultural y las asimetrías presentes en la organización de su infraestructura. Esto hace patente que la elaboración de textos, el trabajo artístico y la producción científica —lo que se ha catalogado como «quehacer cultural»— quedan delimitados por tres factores, los cuáles son interrogados en la transgresión de sus respectivas reglas de formación: las posibilidades abiertas por las técnicas y las tecnologías de la PRDC, las protecciones o las excepciones garantizadas por las instituciones estatales y la apertura de horizontes teóricos y prácticos que acarrea la crítica a determinadas formas jurídicas.
16. El surgimiento, la transferencia y la individuación de la esfera del creador
La constitución del Estatuto de la Reina Ana por parte de la Cámara de los Comunes, la cual es una relaboración a la propuesta realizada por parte de impresores londinenses para la defensa de sus intereses, marca la pauta para la delimitación de las esferas dentro del quehacer cultural. En la sección anterior se describió el surgimiento de dos de ellas, la del distribuidor y la del público. No obstante, una de las consecuencias más interesantes de esta pequeña modificación hecha por la Cámara fue la fundación de la autoría contemporánea: su individuación a partir de la transferencia de la apropiación. En la sección pasada se vio que el autor no surge de manera exclusiva por la apropiación penal, sino también a partir de las relaciones comerciales entre escritores, libreros e impresores mediadas por instituciones gubernamentales. Foucault (1999) indica que la autoría nace de la capacidad transgresiva y punitiva del discurso. Sin embargo, estas relaciones explicitan que la apropiación no siempre corresponde a la descripción ofrecida por Foucault.
Además de la apropiación penal o legal (Foucault, 1999), existe la comercial. El carácter diferencial de esta apropiación consiste en que la atribución ha sido posible bajo el cumplimiento de los marcos jurídicos previos al copyright sin que el productor se convierta en propietario. El «régimen de propiedad para los textos» que menciona Foucault (1999) no se da a finales del siglo XVIII, como bien indica Chartier (1999). El trato del discurso como «un producto, una cosa, un bien» ha estado presente en la PRDC de textos incluso antes de la invención de la imprenta; por ejemplo, en el caso fenicio de Biblos (Mark, 2009). Autores como Kant (2005) verán del discurso un acto similar a la descripción que hace Foucault (1999), pero este tratamiento no es habitual entre quienes lo materializan con las técnicas existentes.
El estudio del discurso, que Foucault (1999) indica al final de ¿Qué es un autor?, debe tomar en cuenta las técnicas de producción y reproducción, así como los mecanismos de distribución y conservación, que lo hacen posible. En la apropiación comercial hay un ecosistema donde la atribución al escritor es posible sin implicar una apropiación por su parte y, con ello, tal vez maneras distintas de producir y recibir el discurso. Esta investigación no pretende analizarlas, aunque falten investigaciones al respecto. La tarea pendiente es: ¿qué importa cómo se reproduce el habla?, ¿qué importa el soporte con el que se recibe?, o siendo más puntual, ¿cuál es la relevancia de la materialidad del discurso filosófico para su recepción?
Foucault (1999) describe cuatro características, que cataloga como insuficientes, del «discurso portador de la función-autor»:
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El traslado o desplazamiento de la apropiación penal a la legal y el discurso que empieza a tener autor. Es decir, la determinación del discurso por las formas jurídicas vigentes.
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Los mecanismos cambiantes o ausentes de la atribución según el contexto. Es decir, la variabilidad de la atribución.
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La falta de espontaneidad de la atribución, por la que se da «según las épocas y los tipos de discurso». Es decir, la incapacidad del productor de atribuirse un discurso.
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La remisión egoica del texto la cual lleva «signos que remiten al autor» en una pluralidad de egos. Es decir, la falta de un nexo entre el discurso y un individuo real.
Otra consecuencia de la apropiación comercial es la imposibilidad de un nexo inherente que haga posible la atribución como apropiación. Existen saltos cualitativos donde la atribución de un discurso pasa a referirse a su apropiación y, de ahí, que esta sea relativa al productor. Antes del Estatuto, la idea del autor como propietario tenía poco peso en la discusión sobre la apropiación del texto. Las características de la función-autor permiten ver que el nexo entre el creador y la creación es un proceso emparentado a las instituciones que rodean al productor. No obstante, por la posibilidad de un régimen de propiedad con una apropiación distinta a la penal o legal, estas cuatro características no explican el traslado de la atribución a la apropiación e, incluso, el «nacimiento» de la autoría.
En ¿Qué es un autor? Foucault (1999) no aclara con detenimiento la relación entre atribución y apropiación, ¿son características independientes o una deriva de otra? La apropiación penal se da en la regulación de la PRDC de libros, un procedimiento inusual antes del siglo XVI en Europa (Lafaye, 2002). Foucault (1999) sitúa la apropiación legal «dentro del sistema de propiedad que caracteriza a nuestra sociedad»; correctamente a principios del siglo XVIII en Europa. Aunque por su variabilidad y la falta de espontaneidad, Foucault localiza la atribución en un rango temporal y espacial más amplio, como en la Antigua Grecia, la Edad Media y en otras civilizaciones. Pese a ser «génesis» distintas, Foucault (1999) no describe sus relaciones sino que parece suponerlas.
La historia de la PRDC de textos da pie a pensar que, durante la modernidad europea, la apropiación acontece como derivación jurídica de la atribución. La última está presente, por ejemplo, en la Antigua Grecia entre filósofos presocráticos, en China con Sun Tzu o en Mesoamérica con Nezahualcóyotl. Una disputa es si esta atribución implica un individuo y no, tal vez, un «nombre de autor» que condensa las transformaciones del discurso por parte de distintos actores. El consentimiento de la apropiación comercial del texto por parte de entidades gubernamentales data del siglo XVI, cuando las monarquías europeas autorizaron la industria del libro a determinados gremios (Lafaye, 2002; Loewenstein, 2002; Baldwin, 2014). Pero esta apropiación tiene antecedentes previos, como el caso de Biblos, la ciudad fenicia sede del comercio de papiros en la Antigüedad (Mark, 2009). La atribución y la apropiación eran funciones remitidas a distintos individuos, por un lado al escritor, por el otro al comerciante, librero o impresor. Sin embargo, con el Estatuto estas dos características comienzan a remitir a un sujeto emergente: el autor moderno.
La transferencia de la apropiación se posibilitó a través del Estatuto durante la modernidad occidental. Este en sí no constituyó al sujeto creador individualizado; sin embargo, permitió la división del trabajo entre el escritor y el resto de los oficios dedicados a la PRDC de libros. El copyright facultó la independencia económica y el distanciamiento del escritor de otras actividades productivas llevadas a cabo en la imprenta. Antes de ello, este era un integrante de la esfera de los reproductores: un actor más dentro de la producción de libros y no una esfera separada y con procesos distintos.
La atribución al texto implicó ya su apropiación; el copyright hizo propietario al productor. La apropiación legal no fue el primer «régimen de propiedad para los textos» (Foucault, 1999), pero sí el primero donde el remitente de la apropiación y la atribución confluyeron en el mismo individuo. La administración de la producción literaria pasa a ser ejercida por quien la ejecuta y, en consecuencia, individualiza a su productor. No es una apropiación inmanente, sino una transacción posible por la reconfiguración de las formas jurídicas relativas a la PRDC de textos.
Sin embargo, en el discurso se defendió la división del trabajo y el surgimiento de una nueva esfera a través de las metafísicas de la creación. La nueva percepción de la producción cultural como parte del régimen de propiedad fue exaltada y respaldada por escritores, artistas y científicos de la Ilustración y el Romanticismo alemán (Baldwin, 2014). La autoría implicó la constitución de un sujeto creador e individual, de un objeto creado e instituido como propiedad gracias al respaldo del Estado y de su relación a partir de un proceso de creación intrínseca. La producción de textos de un integrante del gremio libresco mutó en la idea de un individuo creador recluido en su habitación. La reconfiguración jurídica del texto como un bien facultó la metamorfosis que independizó la esfera del creador.
El término «creador» tiene un origen metafísico o teológico. El acto creativo, mencionado en la sección 14, es un «dar a luz» o la engendración ex nihilo. Antes de la modernidad europea esta actividad se hubiera considerado una herejía. Con la transferencia de la apropiación y la individualización del productor se posibilitó percibir la redacción de textos, la ejecución artística y la generación de conocimiento como creación individual. El Estatuto facultó la mutación o el desplazamiento de la apropiación comercial y penal a una legal. Es decir, permitió una nueva esfera en la industria del libro basada en procesos que recurren a nociones metafísicas en torno a la actividad productiva. Se trata de un fenómeno «extraño» que requiere más indagación: cómo las instituciones jurídicas modernas posibilitaron las metafísicas de la creación.
La pequeña modificación al Estatuto desató otro horizonte de comprensión para la autoría. Sin embargo, ¿es a partir de esta como florece el autor? El paso ocurre de manera específica durante la modernidad europea, no porque escritores de otras latitudes no hubieran perecido o sido protegidos, sino debido a que el cambio tiene efecto bajo el supuesto de que la obra es propiedad del escritor. Estos saltos cualitativos son posibles por una legislación y un discurso que torna al productor en propietario y creador. Si acorde a Foucault (1999) esto hace que los discursos empiecen «realmente a tener autores», entonces la autoría tiene sus orígenes en la Europa de principios del siglo XVIII, o bien, la función-autor que describe es según su modalidad occidental.
Esto pone bajo disputa el alcance de la primera característica de la función-autor. La autoría sería sinónimo de la noción moderna del autor que se desata por el Estatuo, se generaliza en Europa a través de la implementación del copyright o los derechos de autor y del respaldo llevado a cabo por los discursos de las metafísicas de la creación, así como se expande a un nivel global por medio del Convenio de Berna. El resultado es que, cuando se habla de autor, se afirman y reafirman los ideales de la modernidad sobre la industria y el comercio del libro. Pero al mismo tiempo indica la imposibilidad de la autoría «premoderna» o fuera de la esfera de influencia occidental.
Independientemente al posible eurocentrismo de Foucault (1999), existe otra consecuencia: la irrelevancia de la autoría para regular la PRDC de bienes culturales. El surgimiento del autor no está bien establecido en Foucault (1999) porque describe su desarrollo a través de las instituciones jurídicas de la Europa del siglo XVIII. El resultado es que la primera característica de la función-autor es relativa al contexto y la tradición cultural de la que Foucault forma parte. Mientras tanto, la apropiación comercial remitía a otro sujeto distinto al atribuido hasta que, junto con la apropiación penal, fue trasladada o desplazada por la apropiación legal del individuo productor. El primer caso explica la eclosión del autor moderno. En el segundo se expone la irrelevancia de la autoría para la propiedad del texto. En ninguno de los casos hay referencia a la «génesis» del autor.
Barthes (1987) ha señalado la falta de fundamento de la autoría. Para él, el autor no nutre al texto, sino que surge de este. Foucault (1999) retoma esta crítica para puntualizar dos cuestiones. El autor no es un nombre propio reducible a un instrumento analítico para la lingüística, como indica Barthes (1987). En cambio, el «nombre de autor» tiene una posición privilegiada en el discurso porque permite una función clasificatoria para su tratamiento entre el «estado civil de los hombres» y la «ficción de la obra», hasta caracterizar su «modo de existencia» (Foucault, 1999). Además, Barthes reduce la autoría al individuo que escribe, colocándose en un a priori que «traspone en un anonimato trascendental los caracteres empíricos del autor» (Foucault, 1999). Barthes (1987) responderá que la comprensión de la obra queda delimitada por el proceso de filiación hacia su autor. Es decir, el autor está en una posición privilegiada, no como una forma trascendental por el acto de escribir, sino como un mecanismo donde la escritura socialmente legitima sus intenciones y, por ende, que la obra se lea bajo la «inscripción del Padre».
El diálogo entre Barthes y Foucault ha sido un tanto desatendido. ¿Qué es un autor? brota a partir de las críticas hechas a Foucault sobre el uso de autores en Las palabras y las cosas pero también como respuesta a La muerte del autor de Barthes. Tiempo después en De la obra al texto Barthes matizó su crítica por las puntualizaciones de Foucault. ¿El resultado? El autor no tiene «génesis» en cuanto tal. Pero ¿cómo es que esta categoría se vuelve fundamental para la crítica literaria, la teoría del discurso, las teorías de la PI y las críticas en pos de los BC? Quizá pueda explicarse por la velada mención que Barthes (1987) hace a la teoría de los actos del habla de Austin (1955). Según Barthes, el autor moderno no excede la escritura ni la precede: su constitución se da desde su enunciación.
Como en Foucault (1999), Barthes (1987) se enfoca en el autor moderno. Sin embargo, su referencia a Austin (1955) permite proponer la consolidación central de la autoría para diversas vertientes críticas o teóricas a partir de su tratamiento como «realizativo». Según Austin (1955), existen expresiones que no describen ni registran nada, sino que en su enunciación se realiza una acción allende a lo lingüístico. Austin (1955) estipula seis condiciones para dicho efecto:
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La existencia de un procedimiento convencional y aceptado.
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La existencia de las personas y las circunstancias apropiadas.
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La ejecución correcta del procedimiento.
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La ejecución completa del procedimiento.
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El comportamiento comprometido de los participantes.
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El comportamiento efectivo de los participantes.
Con esto se establecen reglas de operación que implican roles específicos para individuos e instituciones. En los tres tipos de apropiación existen reglas entre los actores presentes en la PRDC de libros. Antes del Estatuto, la atribución en la apropiación comercial no afectaba el cumplimiento efectivo de explotación de capital. Si hay cabida para el autor —uno «premoderno» o «no-moderno»—, este se «realiza» por la variabilidad de la atribución presente en los signos que en el texto remiten a su productor (Foucault, 1999): no tiene peso en la industria y comercio de los textos. Por otro lado, el autor de la apropiación penal se «realizaba» entre los procesos inquisitoriales o de censura. A través de acciones legales —como la declaración y el veredicto— del escritor, librero, impresor y censor se constituye al autor herético. Este sería el resultado efectivo de un procedimiento burocrático detonado por la transgresión del discurso. Por último, desde el siglo XVIII y por mediación estatal, la apropiación legal traslada o desplaza los otros tipos de apropiación. La «realización» de la autoría es por relaciones comerciales contractuales: el establecimiento efectivo de las obligaciones y derechos del escritor y el editor gracias al contrato.
El autor carece de «génesis» histórica porque se realiza a través de tres actos del habla: la mención de la atribución, la sentencia por herejía o la formulación de un contrato. La figura autoral siempre es una anacronía. La autoría es una invención moderna, no por un estatuto o su relación a una cultura, sino porque su «realización» implica un régimen de propiedad distinto a los modos de organización feudal, un cambio de sentido de la producción cultural a partir de las metafísicas de la creación y la asunción de que el uso del lenguaje permite la constitución de realidades ontológicas. Por ello la insistencia sobre la relación de las técnicas y tecnologías con el discurso, su materialidad y modalidades de recepción. Estas generan una tensión que permite el establecimiento de nuevas reglas de operación en los ámbitos jurídico —las leyes que ceden o restringen posibilidades de hacer y de ser— y teórico —el discurso que reconfigura o encuentra otras vertientes para lo que es o que posibilita formas de hacer y de ser—.
El autor no estaría presente más allá de la capacidad analítica y crítica de ver en estos tres actos una categoría que afecta a la crítica literaria, la teoría del discurso, las teorías de la PI y las críticas en pos de los BC. El autor yace supuesto en la PI o los BC porque ambas posturas han asentido en la existencia de tres esferas presentes en el quehacer cultural. No hay «génesis», sino una intrincada «realización» de la esfera autoral a través de menciones atributivas, relaciones industriales y comerciales contractuales, juicios de herejía, legislaciones como el copyright o los derechos de autor y discursos elaborados por las metafísicas de la creación.
La reproducción de este anacronismo elude la posición del autor dentro de la PRDC de bienes culturales. Sin importar la independencia o privacidad de su actividad productiva, la divulgación pública de la obra ha sido posible por los distribuidores. El control de estos procesos ha variado con el tiempo. No obstante, la esfera del autor ha dependido del distribuidor. En este sentido caben interpretar las nuevas técnicas de autopublicación como un ejercicio independentista de los productores. Pero mientras que la industria continúe controlada por el reproductor, cualquier intento de empoderar al autor se traducirá en la concesión de un mayor control a la infraestructura bajo su dominio. Una lucha contra la precariedad económica de los autores que ignora su dependencia tecnológica corre el peligro de convertirse en una lucha a favor de los intereses de los distribuidores.
17. La implosión de las esferas
Se necesita un análisis pormenorizado sobre las apropiaciones porque pueden no evidenciar las reglas de operación que justifiquen la autoría a modo de realizativo, como se describió en la sección anterior. Lo que se ha querido señalar es que el autor, sin su enunciación, desaparece. La autoría brota en tres situaciones: la apropiación indebida, el comercio injusto y la atribución del discurso. De la demanda por derechos de autor que en varios casos ni el escritor está de acuerdo; pasando al distribuidor que exalta al creador, aunque el porcentaje de regalías al productor no supere el cinco por ciento; hasta la crítica que hace del autor y sus conceptos el centro de sus reflexiones aunque, a veces, no se dé cuenta que leen a otro, la autoría solo está cuando se le llama.
¿Dónde está su autonomía, qué importan sus procesos, quién defiende sus derechos? Sin la repetición de su enunciación, el autor no asegura su permanencia. Los dos ejes que constituyen a la autoría son la atribución y la apropiación remitida al mismo individuo. No obstante, en la sección pasada se explicó que
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la atribución es posible sin implicar apropiación; es decir, hay productor, incluso asalariado, pero no propietario;
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la atribución como apropiación está garantizada por instituciones gubernamentales; en otros términos, la ley permitió su comunión en el productor;
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la remisión de la atribución y la apropiación al mismo individuo justificó procesos intrínsecos; a saber, las metafísicas de la creación.
En Foucault (1999) ya existe la preocupación de conceder a una técnica productiva —en este caso la escritura— un «estatuto originario» donde opera en «términos trascendentales». Pero con anterioridad, Benjamin (2018) permite hablar de las «metafísicas de la creación» gracias al concepto de «aura». Si bien este emerge de una teoría del arte que considera las consecuencias de la reproducibilidad mecánica, Benjamin (2018) indica que la pérdida del aura es «un proceso sintomático cuya relevancia va más allá del ámbito del arte».
No hay una definición unitaria del «aura», sino que Benjamin (2018) poco a poco suelta características definitorias y clasificatorias. Este concepto evidencia una singularidad «natural» de la obra de arte: su lejana unicidad. La lejanía es esencial, donde la obra de arte, sin importar su proximidad material, se manifiesta con distancia. Este alejamiento es por el valor «cultual» donde el rito le concede autenticidad a la obra. Este es el primer valor de uso dado al arte: un culto a la belleza cuyo culmen es una teología del arte que rechaza toda función social. La reproducibilidad mecánica acercará la obra con nuevos modos de percepción y de valor: la exposición. La cercanía es un proceso de descentralización de la PRDC artística, un cambio de hábitat donde el arte queda modificado por los espacios en donde se localizan las masas. El «aquí y ahora» es la unicidad de la obra artística. La producción de arte se suponía irreproducible o con una reproducción a partir de un original. Sin embargo, con la reproducción mecánica la obra de arte puede realizarse sin un original o, como Benjamin (2018) vio en la fotografía y el cine, incluso incitar nuevas técnicas artísticas donde la originalidad reside en la «personalidad» de los actores presentes en la producción y no en el objeto producido.
En su decaída, el aura es más perceptible a través de sus destellos. A Benjamin (2018) no le interesa más la génesis de esta categoría que las posibilidades abiertas por su pérdida debido a la reproducción mecánica del arte. No obstante, advierte que no es coincidencia que esta noción —junto con otros conceptos «tradicionales» como el genio, la creatividad, la eternidad y el misterio— sea operante para el fascismo. La decadencia tiene cabida por la cercanía posible de la reproducibilidad, además de la negación de la unidad en la serialización. Con ello el arte pierde su autonomía, porque su operatibilidad mecánica la emancipa del culto, pero la coloca en el circuito mercantil. Años antes Benjamin (2016) indicó las implicaciones hacia el productor. El autor, como elaborador de productos y no como organizador de los medios de producción, tiene el efecto contrarrevolucionario de poner su trabajo a disposición del capital. Por ello la urgencia de que se pregunte «por su posición en el proceso de producción».
El productor como elaborador de mercancías en lugar de organizador de la producción es un indicativo de la falta de autonomía de la esfera autoral. Sus procesos creativos adquieren relevancia por el acceso a la propiedad privada garantizada y fomentada por instituciones estatales y el comercio. El creador funda su autonomía por procesos «inmanentes» que acontecen en la privacidad de su habitación o de su ser. Sin embargo, esto no es funcional afuera de la esfera del distribuidor. En su decaída, el aura abre posibilidades, incluyendo las novedosas prácticas de extracción de capital.
Un ejemplo de la dependencia de la esfera autoral está en las «economías del regalo» del desarrollo de software libre o de código abierto, así como en el movimiento de la cultura libre o en la iniciativa del acceso abierto. Pese a la insistencia de Stallman (2004) de que el software libre apuesta por el programador y el usuario —el creador y el «público»—, las cuatro libertades establecidas —presentes en la sección 8— suponen un salto cualitativo de las libertades en el uso de un programa a las libertades de quien lo desarrolla o lo consume. El discurso de Stallman (2004) y de la FSF se enfoca en el uso libre del software para el fomento de una sociedad «libre» y democrática. No obstante, cuando se cuestiona la organización de la producción, el discurso del software libre apela a una posición templada, hasta el punto de negar la categoría de «libre» al software cuyas licencias impiden la acumulación de capital, como la Licencia de Producción de Pares (Kleiner, 2019), la Licencia Editorial Abierta y Libre (Zhenya, 2019) o cualquier licenciamiento copyfarleft.
En las comunidades del software libre y del código abierto es célebre la disputa en relación con la cláusula necesaria para el copyleft. La licencia del programa computacional tiene que poseer una condición que garantice la «libertad» al negar el uso de otra licencia. Esta cláusula hereditaria o virulenta limita las obras derivadas a la misma licencia. Esta paradoja ha sido criticada por la iniciativa del código abierto, porque la libertad de empresa está negada —aunque más bien pretende pasar de una economía de producción a una basada en la prestación de servicios—. Aquí se incentiva una asociación entre productores y distribuidores, como el apoyo corporativo de The Linux Foundation (2019), hasta el punto de promocionar modelos de negocios sostenibles en contextos políticos y económicos muy específicos; a saber, un mercado de capital de riesgo e instituciones gubernamentales que auxiliarían financieramente y con recursos públicos a las empresas en caso de quiebra —como pasó con WeWork, como Uber o Lyft aún trabajan en números rojos o como Amazon durante años no reportó ganancias—.
El movimiento de la cultura libre ha dado cabida a un discurso a partir de las metafísicas de la creación. Lessig (2005) sentó las bases en pos de los creadores a través de reformas al copyright. Este copyjustright enfatiza una renovación de la relación entre creadores y distribuidores en lugar de cuestionar los fundamentos que la hacen posible. Aquí la «libertad» es relativa a la elaboración de bienes y no a la reorganización de la producción. De la mano de garantías contractuales y de un discurso creacionista, los productores se ven ante una libertad de empresa que favorece la transferencia de la riqueza hacia quienes ostentan la infraestructura de la PRDC de bienes culturales. El acceso abierto es un caso de un creador en específico: el productor de conocimiento. Sus márgenes de acción por lo general se restringen a las posibilidades dentro del marco institucional de las universidades y sus relaciones con los sectores público y privado.
La «libertad» y la «apertura» se han convertido en conceptos operantes para una mayor extracción de capital a partir del trabajo de las «economías del regalo». Al mismo tiempo diversas instituciones ajenas a la esfera autoral fomentan su cultivo según ciertas reglas de operación que permiten la transferencia de la riqueza del productor al reproductor. El constante ejercicio de llamar al autor a conveniencia demuestra que en lugar de ser una realidad evidente por sí misma, es de una existencia tan fugaz que impide dar pie a un ecosistema autónomo.
La obsesión por el autor no es clara en un contexto donde el control de la PRDC de bienes culturales está cada vez más concentrado e inaccesible al productor. Esta opacidad expone que la creación no es más relevante que las técnicas de escritura, pintura, escultura, danza, teatro, música, cine, programación e investigación que facilitan la reproducción de bienes. La pérdida del aura no es consecuencia del advenimiento de una nueva época para la producción cultural, sino un desplazamiento técnico impulsado por los distribuidores gracias a las nuevas posibilidades en la reproducción de obras. Las metafísicas de la creación son efectivas en alejar al productor de las condiciones para su organización, al mismo tiempo que alimentan a la esfera del distribuidor debido a que cada creador requiere del colaborador que publique los resultados de su ejercicio practicado en privado.
Este no es el único discurso creacionista posible. La tecnificación de los procesos creativos permiten el acceso a las herramientas a un amplio público. Sin embargo, estas capacidades «creativas» por lo general están limitadas por las tecnologías empleadas; por ejemplo, lo que permite hacer un programa o lo que autoriza un distribuidor en su plataforma. La atribución y la apropiación de la obra queda garantizada por medio de los términos de servicio, junto a una distribución inequitativa de la riqueza. Por ejemplo, la generación de contenidos gratuitos de makers, influencers y youtubers a cambio de visibilidad o regalías ofrecidas por el distribuidor. Esto da valor a las plataformas al mismo tiempo que reproduce la idea de las posibilidades de subsistencia abiertas por las tecnologías de la creación.
Un discurso creacionista que no cumpla con el doble objetivo de aislar al productor y reproducir su industria, es una metafísica o una tecnología de la creación fallida. Esto toma un matiz legislativo cuando otros modos de organización carecen de formas jurídicas que las protejan. La autoría ha tenido derechos cuando la cesión fue posible. Sin esa garantía contractual de transferencia de la propiedad, la relación entre creador y distribuidor no es posible. En su reclusión, el productor es autor por el ejercicio mínimo que garantiza su existencia: la enunciación constante y efímera de un nombre.
Cada esfera supone cierta autonomía, procesos propios y derechos específicos. Para la esfera autoral su proceso específico es la creación; para el reproductor, la PRDC; para el público, el uso, el consumo y la crítica. Contrario al creador, cuya autonomía y derechos están subsumidos a la esfera del reproductor, el público es un amplio espectro que impide la aclaración de su autonomía y la identificación de sus derechos.
El uso promovido por las esferas estatal y comercial ha dado preferencia al consumo privado. Los únicos derechos perceptibles en la esfera pública —las doctrinas del dominio público y del uso justo— tienen cabida después del término garantizado o a través de empleos específicos que no afectan la explotación regular y privada de la obra. No hay en estos derechos un privilegio en el uso público sobre el privado, al menos que el Estado considere que el producto es de utilidad pública; a saber, cuando se estima necesario «para el adelanto de la ciencia, la cultura y la educación nacionales» (Estados Unidos Mexicanos, 1996). Estos casos son tan infrecuentes que no se localizaron ejemplos contemporáneos en México.
El consumo tampoco da autonomía al público ya que depende de las configuraciones políticas y económicas hechas al mercado. Los derechos del público se diseñan para la defensa del consumidor en contra de mercancías apócrifas o de prestación defectuosa de servicios pero no para facilitar su organización. El público se fragmenta en cada consumidor y su libertad de elección: una falta de capacidad operativa para generar nueva relaciones con el mercado; es decir, una pérdida de su capacidad política para la acción.
Por último, la crítica, aunque amplificada por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, tiene su alcance público a través de la mediación de instituciones gubernamentales o privadas. La crítica en un medio de comunicación tradicional, como el periódico, la radio o la televisión, es más accesible al crítico profesional y también más controlado por las esferas del distribuidor y del Estado. La crítica por otros medios, como las redes sociales o el blog, muchas veces se transforma en un ejercicio sin voz. La crítica pierde dimensión pública, centrándose en nichos específicos; o bien, su alcance se limita a los suscriptores de una plataforma privada. En uno u otro caso la autonomía es desplazada por los medios que el distribuidor pone a disposición del público y de los cuales no permite su remodelación.
Aunque queda pendiente un análisis más puntual al respecto, la esfera pública en muchos casos engloba dinámicas, relaciones y actores cuyo origen o fin no es «público». Más que una esfera, el sector «público» es un término que engloba una diversidad de prácticas políticas, económicas y jurídicas constantes en su generalidad pero aisladas en su pretensión pública.
18. Una teoría común de la producción cultural
En un «marco teórico» que concibe la PRDC de bienes culturales compuesto por tres esferas —el creador, el distribuidor y el público—, el uso de la PI y de los BC exhiben una interacción constante entre dos actores: instituciones gubernamentales y entidades privadas —el productor en su aislamiento, el distribuidor y su control sobre la producción y un publico que se caracteriza por el uso, consumo y crítica en privado, todo ello facultado y delimitado por el Estado—. La concepción de los BC como propiedad pública se contrapone a la propiedad privada fomentada por la PI. Sin embargo, más allá de la disputa sobre el tipo de propiedad, ambos espectros se entretejen para dar forma a una teoría en común, como se ha tratado de evidenciar en las secciones 13–17 que componen este apartado.
El interés en torno a la PI es la manera más patente de concebir la producción cultural como la fabricación de bienes para un mercado. En la disputa por la infraestructura en más de una ocasión la iniciativa del código abierto y el movimiento de la cultura libre han buscado aliarse a los agentes que sustentan dicho control. Desde compañías dedicadas principalmente al hardware —como Apple, IBM, Intel, HP, Samsung, Sony, Nintendo o LG—, pasando por empresas desarrolladoras de software —por ejemplo, Microsoft, Adobe, Electronic Arts, Autodesk, Oracle, Tencent, Tata o SAP SE—, hasta plataformas o servicios en línea —Amazon, Alphabet (antes Google), Facebook, Netflix, PayPal, Spotify, Alibaba o Baidu—, varias de estas empresas han sacado provecho de los licenciamientos de esta iniciativa y este movimiento. Además, las CC han sido abrazadas por diversas compañías debido a la conveniencia que representan para la transferencia de capital.
El movimiento del software libre y la iniciativa del código abierto de manera independiente han apoyado proyectos o empresas que buscan integrarse en la dinámica actual de comercialización de bienes; por ejemplo, ThinkPenguin, Technoethical, System76, Canonical o Red Hat. La iniciativa del acceso abierto en su estado actual ha quedado en gran parte absorbido por plataformas que reducen la «apertura» en gratuidad —la redistribución o la modificación por lo general son restringidas— y, en su paso, encuentran modelos de acumulación de capital como es perceptible en Academia.edu o en los distintos «tipos» de acceso abierto de repositorios como Elsevier o JSTOR.
Las plataformas anticopyright, como Pirate Bay, LibGen, Aaaaarg, Sci-Hub, Memory of the World entre otras, o las organizaciones ligadas al copyfarleft o a la privacidad en internet, como Tor, P2P Foundation, Sursiendo, el Rancho Electrónico o En Defensa del Software Libre, muestran una mayor resistencia ante los modelos de comercialización de bienes culturales. No obstante, tienden a detentar una acción restringida, muchas veces consciente y estratégica, o esporádica y enfocada a campañas y eventos en específico.
Categorías que se pensaban inoperantes para la explotación de capital, como la «libertad» y la «apertura», han evidenciado su efectividad para la distribución desigual de la riqueza y el incremento de las metafísicas o las tecnologías de la creación. El panorama, aunque quizá desolador, ofrece la oportunidad de encontrar nuevos «marcos teóricos» para comprender el funcionamiento contemporáneo de la PRDC de bienes culturales, así como de abrir el horizonte para la constitución o consolidación de otras prácticas relativas al quehacer cultural. La lucha del anti-996 o la crisis de la FSF o de CC después de la controversia de Jeffrey Epstein hacen evidente esta necesidad. La tarea no es sencilla, pero entre la complejidad y la diversidad de problemas abiertos es posible llevarla a su cumplimiento.
Conclusión. Temas a explorar
Esta investigación se ha enfocado en tratar de señalar diversos temas para que la reflexión filosófica cuestione las infraestructuras técnicas, las formas jurídicas y las categorías en las que la producción, reproducción, distribución y conservación de bienes culturales, incluyendo las suyas, obtienen su fundamentación. Según su orden de aparición, los análisis pueden ser sobre:
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El estatuto ontológico de las «ideas» y sus «expresiones concretas».
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La «ética kantiana» propuesta por el software libre.
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La «libertad» presente en las comunidades desarrolladoras de software.
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El problema de esta «libertad» como dificultad filosófica general.
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La influencia del software libre y el código abierto al acceso abierto.
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El impacto del acceso abierto en la producción filosófica de América Latina.
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La coherencia teórica de las categorías marxistas empleadas por el copyfarleft.
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La recepción del copyfarleft en comunidades productoras de conocimiento en América Latina.
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La dependencia de la PI y los BC a la reproducción constante de mercancías.
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La diferencia entre las suposiciones de los teóricos de la PI y los supuestos intelectuales de las filosofías utilizadas.
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Las similitudes entre los defensores de la PI y los BC.
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Las implicaciones de la reproducción del habla y los soportes que la distribuye.
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La influencia de la materialidad del discurso filosófico para su recepción.
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El impulso de las metafísicas y las tecnologías de la creación a partir de las facultades garantizadas por instituciones jurídicas modernas.
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La posibilidad y las características de la autonomía de la esfera pública y sus procesos específicos.
La producción cultural pensada a través de esferas o por medio de una disputa entre dos «bandos» es insuficiente para explicar el impacto y los fundamentos de la PI. Dicho «marco teórico» también impide la percepción de la diversidad de los movimientos en pos de los BC como diferentes estrategias en un campo de disputa. La «batalla» del copyleft es principalmente en el espectro industrial y comercial, la del copyjustright en el campo jurídico, la del anticopyright sobre las libertades individuales y la del copyfarleft en torno a la autonomía de las comunidades productivas. De la economía capitalista al derecho y del individuo a la sociedad, esta diversidad explicita que una teoría contemporánea de la producción, reproducción, distribución y conservación de bienes culturales no puede reducirse a una cuestión jurídica, legislativa, política, económica o social.
La disputa también está en un terreno teórico y su acervo conceptual que permiten ir allende a la simplificación de un marco teórico basado en esferas o al reduccionismo constante a partir de la disputa entre la PI y los BC. Las nuevas tecnologías de la información no solo han impulsado la reestructuración de diversas legislaciones relativas al quehacer cultural, también han provocado una crisis conceptual en torno a los mecanismos que permiten la constitución de sujetos dentro de este quehacer, como son el autor, el inventor, el creador, el reproductor, el distribuidor y el público.
Ante semejante crisis, pareciera que esta investigación sugiere desechar el marco teórico que dispone la PRDC en esferas, las cuales establecen, entre varios fenómenos, la «guerra» entre quienes defienden o critican la PI. Sin embargo, semejante sugerencia está lejos de ser posible. La configuración actual del quehacer cultural es a partir de una retroalimentación constante entre las ideas y teorías, y las prácticas políticas, jurídicas, sociales y económicas que las retoman, transforman, eliminan o dan pie a más producción conceptual. Las esferas son categorías operantes en cuyo análisis no solo sería posible comprender el modo de organización de la producción cultural en nuestros días, sino que también exigiría justificar nociones dadas por sentadas en dicho tipo de producción. En sus inconsistencias, limitaciones y saltos cualitativos estas esferas tienen la utilidad de ser un punto de partida que permite la exposición de un panorama que es necesario reflexionar filosóficamente.
El quehacer filosófico tiene la capacidad de cuestionar los motivos por los cuales el desfase entre la teoría y los avances técnicos, en lugar de poner en crisis al desarrollo tecnológico actual, termina por reproducirlo o transformarlo. No obstante, una reflexión filosófica que no cuestiona su dependencia tecnológica y legislativa para su producción y reproducción, así como obvia su inconsciente pertenencia a la esfera del creador o productor, es una actividad que difícilmente reconocerá su sujeción a concepciones románticas, metafísicas, teológicas o atemporales de una práctica que traslada la plusvalía de su trabajo a cambio de ciertos intereses distantes a la reproducción y sustento de su disciplina. El «marco teórico» expuesto en esta investigación no es una explicación o una solución a los problemas expuestos, sino una invitación a pensar la PRDC en relación directa con las legislaciones y técnicas que hacen posible el quehacer cultural, como es el caso de la producción de conocimiento filosófico.
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